El día de ayer fue fantástico: pasar tiempo con Hannah fue agradable. Por primera vez en mucho tiempo, me sentí parte de algo superior a mí. No sabía cómo se sentiría ella, pero estaba seguro de que tan bien como yo. Quizá incluso más. Aunque eso último era exagerar.
Me levanté de la cama justo cuando sonó el telefonillo. Me pregunté quién podía ser y fui a contestar. Era el cartero. Abrí enseguida y me acerqué a la puerta. Esperé unos minutos, con el ojo pegado a la mirilla, hasta que lo vi aparecer por el ascensor. Llevaba un carro. Me aparté de la puerta y abrí.
—¡Hola! ¡Buenos días! —saludé.
Él respondió igual y añadió:
—¿Es usted Tachi de los Santos?
—Sí, soy yo.
Me observó unos segundos, como si me escaneara con la retina. Luego sacó un sobre negro y un datáfono. Y dijo:
—Pongs su documento de identificación. Luego, pulse: “continuar” y "firmar" —indoco.
Lo hice.
Y en cuanto terminé, el cartero se de dió media vuelta y marchó. Cerré la puerta.
Miraba la carta con curiosidad. Nunca había visto una de color negro. No tenía remitente, pero sí destinatario. Intrigado, y sin dejar de contemplarla, me dirigí al salón. Me senté y la abrí con cuidado.
Lo primero que vi fue el logo rojo de ODAD: una Tierra rodeada hasta la mitad por dos ramas de laurel entrelazadas. Tenía dos alas. Y dos espadas cruzadas. Luego, leí la carta. Decía que Hannah y yo íbamos a tener un nuevo compañero. Su nombre era Fausto de los Santos. Otro huérfano. Tenía veinticinco, así que era más joven que yo, pero no más que Hannah.
Francamente, me molestaba la idea de otro piloto. Era otro competidor para mí. No digo que le fuera a gustar Hannah, pero existía la posibilidad... y yo la quería para mí.
«¡Maldita sea, ODAD! ¡Deberíais haber escogido a una mujer y no a un hombre!»
No conocía nada de aquel chico, y eso me inquietaba. Si era como yo —un tipo normal—, probablemente se sentiría atraído por mujeres. Claro que existía la posibilidad de que no, pero era tan remota que decidí prepararme para la competencia.
—¡Ojalá le pase algo para que no venga! ¡O mejor aún, que sea más de chicos que de chicas! Así me ahorro la preocupación... —murmuré mientras me rascaba la cabeza—. No quiero competir por el amor de Hannah. No sé cómo hacerlo... no tengo experiencia.
Me sentía amenazado, aunque estuviera solo en casa. Nunca me había pasado algo así. Me levanté, puse las manos en la cintura y traté de ordenar mis pensamientos.
«Fausto... Su nombre es Fausto. ¿Cómo será? ¿Más alto que yo? Lo dudo. ¿Más alto que Hannah? Es posible. Pero si es más bajo que ella... —empecé a sonreír—...no hay problema, ¿no?»
Suspiré.
«Será mejor que me tranquilice. Solo es un compañero nuevo. Además, yo conocí a Hannah antes» —sonreí para mis adentros— «pero eso no significa nada... Que sea como tenga que ser. Hay cosas que no se pueden controlar.»
Dejé la carta sobre la mesa y miré la hora. Eran las doce del mediodía y no había desayunado. Antes de ir a la cocina encendí el televisor. Las noticias estaban en anuncios.
Preparé un bocadillo de tortilla con tomate y aceite de oliva. Cuando lo terminé, regresé al salón. Normalmente no veía la televisión, pero hoy quería hacerlo. Di un bocado: el aceite le daba un sabor perfecto. Los anuncios terminaron y la emisión volvió a El Retiro. Mostraban al Diezáuno, que, extrañamente, volvía a tener diez ramas. Nadie sabía cuándo había aparecido la nueva.
El presentador explicaba que el tronco aparecido no tenía el tono aúreo que solía presentar. Había cambiado de color: un tiznado, casi ennegrecido. Ni el CSIC tenía una explicación. Algunos pensaban que era una tapadera. Yo también.
Al acabar de desayunar, fui a vestirme: gorra, camisa corta, vaqueros y botines. En ese momento, el móvil vibró. Era un mensaje de Hannah. Mi corazón se aceleró. No esperaba uno suyo. Me preguntaba si había recibido una carta negra. Le respondí que sí. Ella dijo que tenía curiosidad por conocer a Fausto. Le contesté que yo también, aunque mentía: lo que quería era saber si era más alto que nosotros.
Le propuse ir juntos a la organización. Me dijo que ya estaba de camino, pero que me esperaría en la entrada.
Tardé veinticinco minutos en llegar al CSIC. Hannah me esperaba sentada en las escaleras.
—¿Qué tal, Hannah?
—Bien. ¿Y tú?
—Bien. ¿Entramos?
—Sí.
Subimos las escaleras, entramos al edificio y esperamos el ascensor.
—¿Has oído lo del Diezáuno? —le pregunté—. Dicen que le ha salido otra rama.
—¿Otra rama? ¿De qué color?
—Negra.
El ascensor llegó. Puse mi tarjeta en la ranura y comenzamos a descender.
—¿Cómo puede tener ramas doradas y una negra?
—Ni idea. Ni el CSIC lo entiende.
—Seguro que la organización sí.
—Puede, pero no creo que nos digan nada. Nosotros solo somos pilotos.