El área médica era completamente blanca, salvo por el suelo, que era de un azul claro que parecía calmar los nervios. Los doctores iban y venían con paso firme, cada uno cargando su propio mundo de urgencias. No sabía a quién preguntar, así que me acerqué al primero que vi. Me dijo que estaba en la sala de resonancia. Le pregunté dónde se encontraba, pero, en lugar de indicármelo y dejarme ir solo, él amablemente se ofreció a llevarme hasta allí. No sabía cómo llegar, porque en mis doce años como piloto nunca había tenido una incidencia.
—Tú, que eres piloto de fúlegs, ¿es complicado usarlo? —preguntó el doctor.
—No, no lo es, gracias a que practicamos antes de subirnos a uno —respondí—. Yo, por ejemplo, llevo entrenando doce años.
—¿Doce? ¿Y qué es lo que te ha impulsado a continuar hasta ahora?
—La humanidad.
—Ya veo. Sí que quieres a la especie. ¿Y cómo es que no te has rendido? Por lo que tengo entendido, tus predecesores no duraron más de dos años.
—Porque este es mi destino. Me gusta cuidar lo que me rodea. No soy capaz de tirar ni un mísero envoltorio de chicle al suelo. Pienso que, si hago eso, estoy destruyendo la naturaleza, que voy en contra del orden. Y la naturaleza es orden. No puedo permitirme el lujo de destruir lo único que tenemos: este bello mundo y sus amables personas.
—Te entiendo. Me gusta cómo piensas, Tachi. Tachi era tu nombre, ¿verdad?
—Así es. ¿Cómo se llama usted?
—No me trates de usted. Solo soy unos cuantos años mayor que tú. Yo soy el médico-científico Max. Encantado, Tachi.
Durante el resto del camino nos quedamos en silencio. Pero no fue incómodo. Me sentía bien. Haber hablado, aunque fuera un poco, ayudó bastante. En cierto momento giramos a la izquierda, y entonces dijo:
—Ya hemos llegado. Ahí está tu compañera —dijo el doctor Max.
Hannah estaba en la sala al otro lado del cristal. Se encontraba dentro de la máquina.
—Bueno, Tachi. Yo me voy, que tengo cosas que hacer.
—Vale, doctor Max. Ha sido un placer —dije, tendiéndole la mano.
—Lo mismo digo —respondió, estrechándola—. Bueno, Tachi, si algún día quieres verme por lo que sea, aquí estaré. Me voy. Adiós.
—Adiós —dije.
Tras despedirnos, volví a mirar al frente. Me cansaba permanecer de pie, así que busqué sillas donde sentarme; estaban al final del pasillo, cerca de la esquina. Decidí no moverme. Cuando volví a mirar, me encontré con los ojos claros de Hannah. Sonrió. Yo saludé y devolví la sonrisa. Luego la vi mirar a la doctora que la atendía. No podía escuchar lo que decían, pero, por el suspiro que dio y la deslumbrante sonrisa que mostró, parecía que no le pasaba nada. Aun así, su expresión cambió a una más seria. La doctora le indicó que saliera. Nada más hacerlo, le pregunté:
—¿Qué tal te encuentras?
—Bien.
—¿Qué te han dicho?
—Dicen que no tengo nada, pero que, por si acaso, me van a ingresar. No es normal que, tras haber bajado del fúleg, tenga dolores.
—¿Y dónde te van a ingresar?
—No lo sé, doctora.
Ella miró a la responsable de su ingreso, que se encontraba esperándola.
—Será ingresada aquí, en la habitación número dos.
—Ya veo. Pues vamos, te acompaño.
La doctora comenzó a caminar en dirección a las sillas que había visto antes. Al llegar a la esquina, giramos a la izquierda y dijo:
—Ahora vuelvo, voy a por una bata.
—Está bien —dijo Hannah.
Nos quedamos solos. Yo me senté en una de las sillas.
—¿Estás cansado? —preguntó.
—Sí, tengo la espalda hecha polvo.
—¿Y eso?
—El peso y la altura. Nada serio.
—Ten la espalda lo más recta que puedas. Yo, para evitar tener problemas en un futuro, soy consciente de que no puedo tenerla encorvada. De hecho, todas las mañanas hago yoga.
—Eso está bien. Por cierto, el piloto de la unidad tres, Fausto, está con vida.
—¿En serio? Dijeron que estaba muerto.
—Sí, lo dijeron. Pero, a simple vista, no se veía nada. Tuvieron que quitarle el casco y ahí se dieron cuenta de que respiraba.
Hannah suspiró de alivio.
—Menos mal. Pensé que solo sabía matar.
—Técnicamente, eso es lo que debemos hacer si queremos proteger la vida.
—Ya lo sé, Tachi —dijo, recogiendo el pelo con el brazo derecho (me encantó)—, pero no podemos matar por matar. Eso es inhumano. Como lo que nosotros provocamos.
—No digas eso, Hannah.
—¡Pero es verdad, Tachi! Provocamos el cataclismo ese. No podemos escapar o huir de eso. Es nuestra culpa.
No quería oír esas palabras. Me hacían daño. Pensar que mis actos tenían impacto sobre la especie me dolía lo suficiente como para replantearme qué hacer con mi vida. Y eso que ya tenía algo que no toda vida tenía: propósito. Para mí, tener un propósito era importante; daba luz y guía en los momentos de incertidumbre, cuando uno no sabe qué hacer.