El Diezauno

CAPITULO QUINCE

Hannah y Tachi salieron del CSIC con los ánimos por los suelos. Se encontraban mal. Pensaban en Fausto. Saber que había elegido morir por la humanidad les despertaba sentimientos de tristeza. Escucharon un avión sobrevolando el cielo. Ambos miraron hacia arriba. Era el SARC-9. Se dirigía al Retiro.

—Vámonos —dije.

Ella y yo caminamos sin rumbo. No sabíamos adónde ir. Y, para colmo, no tenía ánimos para estar con Hannah. Y ella lo notó.

—Te veo mal, Tachi.

—Claro que me ves mal, Hannah. Fausto ha decidido morir por nosotros.

—¿Qué me estás diciendo, que lo ibas a hacer tú?

Me quedé en silencio. Ya no sabía si era un héroe o un cobarde. Me sentía confuso y con algo de responsabilidad, porque él era más joven. En comparación con Fausto, no era un héroe. El honor era suyo. Y lo peor era que el mundo no lo conocería.

Hannah me habló y me dijo que la contestara. Le respondí que no. Luego le pregunté si era un cobarde por eso. Ella se detuvo delante de mí y dijo:

—No eres un cobarde, Tachi. No lo eres. Y aunque te duela oírlo —lo repitió—, no lo eres. Porque en cualquier momento puedes morir en combate.

—Tenía veinticinco años, Hannah. Y los mayores deben morir antes que los más pequeños.

—No funciona así, Tachi. Debe morir quien debe morir. Y fue su elección. No puedes sentirte mal por ello.

No respondí.

—Vamos, dame la mano.

Y se la di. Y dije:

—Gracias por animarme.

Y la besé en el pelo.

—¿Quieres que vayamos a comer? —pregunté.

—No. No quiero comer. Es pronto para eso. Quiero pasear —contestó.

—¿Prefieres que vayamos a un parque y nos sentemos? —pregunté.

—Sí, vayamos a un parque.

Durante el camino estuvimos hablando sobre cómo nos conocimos. Era invierno. Yo estaba practicando en la sala de práctica cuando el comandante me llamó por megafonía. Bajé. Y, al llegar, estaba ella. Nos presentaron. Le estreché la mano: era suave y cálida. Pero su apariencia y su actitud eran rudas. Los primeros días no me hablaba, pero con el paso del tiempo se fue desenvolviendo. Yo se lo comenté.

—Eras muy dura cuando nos presentaron, ¿sabes?

—No era dura. Era precavida.

—¿Por qué lo eras?

—Porque las personas hacen daño. Mucho más cuando hay confianza. Si no hubiera confianza, no podríamos compartir… Yo he depositado mi confianza en muchas personas y muchas de ellas me fallaron.

—A mí no me ha fallado nadie, porque nadie me ha dado confianza. No sé por qué, pero a veces pienso que es porque he nacido aquí. Para excusar eso, digo que la gente no está preparada para lo distinto.

—¿A qué te refieres con “distinto”?

—A mi color de piel.

—Si es muy bonito. Además, hace contraste con el mío.

—¿Y eso te gusta?

—Me encanta.

—Agradezco al mundo que hayas venido a la vida.

—¿Por qué?

—Porque estoy compartiendo el mismo presente contigo.

—Si no nos hubiéramos conocido, también lo estaríamos compartiendo: el mismo presente.

—Tienes razón. Pero debo decir que con “el mismo presente” me refiero a que vivimos lo mismo.

—¡Ah…! Ya entiendo. Mira, un parque. Podemos sentarnos aquí —dijo Hannah.

—Sí —dije.

Buscamos dónde sentarnos. Había un pequeño parque para niños. Y cuando vi un banco con pedales estáticos delante, le dije que podíamos sentarnos ahí. Ella me preguntó por qué ahí, y yo, con gracia, le dije que me apetecía mover las piernas. Ella accedió y nos sentamos. Ambos pusimos los pies encima de los pedales y comenzamos a moverlos.

De pronto, empezamos a oír fuertes gritos. Era la primera vez en toda mi vida que oía a alguien gritar con tanta fuerza. Nos acercamos al origen. Al llegar, vimos a un grupo de personas rodeando a dos hombres que discutían acaloradamente sobre por qué uno no le había dejado paso cuando solo tenía que apartar el hombro para hacer hueco. Se gritaron y se insultaron. Todos, incluidos nosotros, no entendíamos qué estaba pasando.

Pero cuando uno de ellos le lanzó el último improperio, comenzaron a darse de puñetazos mientras la gente miraba. Y cuando la primera gota de sangre brotó de uno de ellos, muchos cerraron los ojos. No todos, pero la mayoría lo hizo. La pelea continuó hasta que uno cayó al suelo. Eran animales. Pero la cosa no terminó ahí. Aquel que tumbó al otro empezó a pisarle la cabeza con tanta saña que parecía querer ver sus sesos. Algunos, a causa de la sangre, vomitaron. Y los que no, decidieron irse sin hacer nada por detener aquella bestialidad.

Jamás había visto tanta violencia. La gente, que yo supiera, resolvía sus conflictos hablando, pero aquel día no fue así. Lo resolvieron a puñetazos. Y nadie intentó detenerlos. Estábamos tan impresionados por el suceso que nadie reaccionó. Pero más que impresión fue miedo. Mucho miedo. E inseguridad.




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