A la mañana siguiente me desperté con apatía. Había tenido una noche fantástica. Tanto, que me acosté con el amor de mi vida… o eso creía, porque por alguna razón, en ese momento, ya no sabía si Hannah me gustaba o no; ya no sabía si estaba con ella por amor, o solo para llenar la soledad que llenaba toda mi vida. La observé dormida y sentí que me faltaba algo: una pieza, un elemento, una idea que se me había escapado de la mente. No me sentía bien. Siendo sincero conmigo mismo, era como si hubiera perdido una esencia vital, un motor. No veía futuro. Mucho menos sabiendo que el Diezáuno estaba muriendo. La Tierra de los primeros hombres estaba condenada, y no había nada que pudiera hacer para impedirlo.
Aunque existía la posibilidad de que ESTERA creara una estrella artificial —tan luminosa, radiante y potente como minúscula, porque debía ser minúscula—, no había garantía de que germinara.
—¿Qué me ha pasado? —me pregunté—. Sé que tiene que ver con la muerte de aquel adel. No hay otra explicación. Siempre he sido enérgico y optimista, incluso en la soledad.
Bella Hannah... mereces tanta felicidad. Mereces tanto amor. Un amor que no sé si podré darte, porque yo mismo no me encuentro bien. Sé que estoy vivo, pero ¿por qué lo estoy?... Ah, sí, por mis padres. Como todos. Qué sensación tan extraña —pensé mientras extendía la mano y la observaba—: saber que estás vivo y, sin embargo, sentirte vacío. En serio, ¿a qué se debe esta sensación? Es horrible. Es como si la vida hubiera perdido su color. Hoy no quiero salir de la cama. Ni ducharme. Aquí estoy bien.
Hannah despertó. Lo primero que hizo fue desearme los buenos días. Se acercó a mi torso, se acomodó y me pidió que la abrazara. Me preguntó cómo me sentía, y respondí que bien; incluso le sonreí y la besé en la frente. Permanecimos en silencio hasta que ella lo rompió: era la primera vez que se acostaba con un hombre. Le respondí que, para mí, también era la primera con una mujer. Pero no me sentía pleno, ni orgulloso, ni realizado. Y, sin embargo, sabía que, como hombre, debía sentirme así: conectar carnalmente con una mujer era uno de los actos más íntimos y gratificantes que existían.
—No me siento bien, Hannah.
—¿Y eso? ¿Qué te pasa?
—Siento que me he desconectado de la realidad. Es como si me hubieran extirpado una parte del todo. O peor aún, como si mi vida no tuviera sentido.
—¿Tú tienes esa sensación?
—No, la verdad es que no —dijo, acariciándome el pecho.
¿Por qué sus caricias me saben a tan poco? No siento nada. Estoy anestesiado. Quiero morirme, pero no puedo dejar a Hannah sola. No tiene a nadie. ¿Cómo ha logrado seguir adelante sola tanto tiempo? No lo entiendo. Y eso que yo también lo he estado haciendo hasta ahora.
—¿Desayunamos? —le pregunté.
—Vale.
—No tengo café. O más bien, no tengo leche. ¿Quieres que baje a comprar un brick?
—No, no hace falta.
—¿Estás segura?
—Sí.
—Voy a bajar a comprar leche.
Me levanté de la cama. Mientras me vestía, ella, envuelta en sábanas, insistió en que no hacía falta, que podía tomar el café con agua, aunque eso no fuera un café. Respondí que no iba a permitirlo, que eso era demasiado cutre para desayunar. Aclaré que lo que más me gustaba del café no era el sabor, sino la cafeína, porque me desperezaba. Ya preparado, salí de casa; la tienda de alimentación quedaba justo al salir del portal.
Fui directo al frigorífico, tomé un brick de leche y me dirigí al mostrador. Allí, de pronto, sentí la extraña necesidad de pedir unos cigarros. Tenía la vaga impresión de que destruirme a mí mismo era la única forma de llenar el vacío que me corroía. Pero, para no sorprender a Hannah, simplemente los compré. Pagué y regresé.
Al llegar, respiré hondo y dije que ya había vuelto. Nadie respondió. Llamé de nuevo a Hannah, pero escuché el agua de la ducha. Decidí preparar el desayuno que solía tomar cada mañana, con la diferencia de que, esta vez, había leche para acompañar el café. Tardé cinco minutos en hacer cuatro tostadas con tomate y aceite de oliva, y otros tres en calentar el café en el microondas. Mientras tanto, oí cómo Hannah salía del baño y se acercaba a la cocina.
—Ya tienes el desayuno listo —le dije, con una voz tan monótona, tan carente de vida, que hasta ella se preocupó.
—¿Qué te pasa, Tachi?
—Nada. ¿Por qué?
—Tu voz no suena igual que siempre.
Bufé.
—No soy yo.
—¿Cómo que no eres tú? No entiendo.
—Desde ayer, o no sé desde cuándo, me siento diferente. Y no me gusta. Siento que tengas que oír esta voz. Ni a mí me gusta.
—No digas eso.
—Pero es la verdad. Y si dijera más, te haría daño.
Hubo un breve silencio.
—¿Qué clase de daño? —preguntó.
—Emocional. Y no quiero, porque sé que te quiero, pero siento que me he distanciado de ti por algún motivo. Y sé que es culpa de esos malditos adeles. Los odio. Tanto como odio esta sensación de vacío que estoy experimentando. ¿Tú no la sientes?