ras la presentación de estos dos extremos tan aislados de conductas sociales, presentamos este dilema como una respuesta al encuentro o al intento de un quiebre. Al observar que cada humano posee "puntas", y que estas están presentes en todos, nos enfrentamos a una necesidad inherente: el dilema del erizo. Este dilema representa, metafóricamente, a los erizos de mar, quienes deben elegir entre vivir una vida solitaria, muriendo de frío, alejados de otros erizos, o acercarse a otros de su especie, aceptando el dolor que sus espinas les causan.
Este dilema nos enfrenta a una dualidad: para no morir de frío, debemos acercarnos a otros humanos, aceptando que, aunque nos amen con su vida, nos lastimarán con sus espinas. Relacionarnos, entonces, implica aceptar que, de alguna manera u otra, terminaremos lastimando a quienes más amamos. Sin embargo, la soledad absoluta no es una opción. No podemos quedarnos como el erizo estepario que, por no aceptar las púas de sus semejantes, muere solo y congelado. Esta dualidad también se presenta en los humanos más lastimados y recelosos, y puede verse claramente en aquellos con trastornos psicológicos o traumas psicosociales.
Ser consciente de este dilema es esencial para una buena relación entre los humanos. Carl Jung plantea que el hombre tiene sombras de las que debe hacerse consciente para poder dominarlas. Si estas sombras permanecen en el desconocimiento, se convierten en un obstáculo para las relaciones interpersonales, pudiendo llegar a destruir al individuo.
Por su parte, Nietzsche nos dice que la valía de un humano se mide por la cantidad de soledad que es capaz de soportar. Este no es un llamado a la liberación malentendida, ni a aislarnos para volvernos más valiosos ni enardecernos como humanos. Más bien, apela a aquel hombre que, habiendo caminado por el valle oscuro de la maldad, regresa con la enseñanza obtenida de esa experiencia. La valía, según Nietzsche, radica en aprender de esos momentos. El mundo está lleno de malos momentos, pero no todos tienen el coraje de atravesarlos y aprender de ellos. En palabras de Sigmund Freud, “El dolor no tiene nada que enseñar a quienes no encuentran el coraje y la fuerza para escucharlo”.
Este rechazo al humano, por tanto, es un camino erróneo hacia la comprensión, que está estrechamente ligado al conocimiento de uno mismo y de su especie. Esto no significa ver a los demás como templos de iluminación. Muchas veces, la idealización de los seres amados o admirados actúa como una luz cegadora, impidiéndonos ver las "puntas" que cada humano lleva consigo. En esta dualidad de saber lo que nos daña, se forma el fuego al roce de dos almas, cuyos puntos chocan y generan chispas. Estas chispas son las que encienden nuestra alma y nuestras ideas, sobre lo que queremos y lo que no queremos.
Vivimos en una sociedad tan compenetrada en espíritu y mente que no podemos evitar pensar en las figuras de los solitarios, tanto modernos como clásicos, enardecidos por sus rasgos psicopáticos y su capacidad de aislarse a sí mismos. Estos individuos llegan a abstraerse de los sentimientos y del sentido mismo de ser humano. Tras un motivo triste, justificado o no, levantan poéticamente una ola de maldad y sentimientos individualistas, quebrando de mala manera el dilema. No es posible ni correcto herir a otros en nombre de nuestros ideales romantizados.
Cada humano tiene razones para revelarse contra el mundo y apostar todo a acciones desmedidas. De este modo, esos líderes de opiniones radicales representan el sentimiento más individualista y egoísta del ser humano. Como una especie de escape de la constante de la cual somos parte, comenzamos a cuestionar la necesidad de los otros en nuestras vidas, preguntándonos si estaremos mejor solos. Tras ver la figura solitaria, segura y poderosa, enriquecida por las enseñanzas de Maquiavelo y el individualismo del modernismo puro, todo esto nos hace cuestionarnos: ¿qué tan dispuestos estamos a ser lastimados?
Si vivimos con este miedo, solo estaremos conformando cadenas en nuestro ser. Pero, como dice Kafka, “Siempre será más seguro vivir encadenado que estar libre”. Apelando a esta cita, las figuras egoístas intentan convertirse en un fenómeno malentendido que Nietzsche describe como el hombre que ha “asesinado a Dios”. Este hombre es el que ha rechazado lo espiritual a cambio del conocimiento más concreto y terrenal. En su obra El loco, Nietzsche relata cómo un loco entra en la plaza del pueblo, donde se reunían los eruditos, gritando desesperado buscando a Dios. Los eruditos, al ver su desesperación, le responden: “Te diré dónde está Dios, lo hemos matado, tú, yo y nuestro conocimiento”. El loco se echó a reír y dijo: “Veo que llegué demasiado pronto, pues este gran acontecimiento aún no ha llegado a los oídos de los humanos”.
Esta es una referencia a la creencia de que el superhombre que ha “asesinado a Dios” por medio de su conocimiento terrenal se coloca a sí mismo en un lugar definitivo en la Tierra. Sin embargo, es el hombre que ha superado los encantos terrenales quien buscará lo espiritual. No es tarde, sino temprano, para que estos hombres renegados reconozcan, y se reconozcan a sí mismos, como seres capaces de amar y lastimar por igual, dentro de una dualidad infinita.
Si bien amar es propio de los valientes, la apatía y la soberbia son la cobardía de enfrentar el fuego del roce entre dos almas. En esta premisa, entonces, que muera el humano quemado y no congelado en la soledad absoluta. Son estas batallas internas las que le dan sentido a la vida misma. Intentando resolver un dilema, abrimos otros, siempre enfrentándonos a la dualidad que reside dentro de cada persona: un potencial infinito, una riqueza que espera ser invertida, inerte y casta, esperando la inclinación del alma humana.
Si bien distintos factores juegan un papel crítico al momento de relacionarnos entre humanos, aquel que reconoce y respeta el potencial bueno dentro de sí mismo y de los demás seguirá, como un dogma, una cábala judía: “Sea el hombre suave como el cedro y no rígido como el carrizo”. Esto hace alusión a nuestra disposición de aceptar los peligros que conlleva relacionarnos interpersonalmente, aceptando así la dualidad humana. Si pusiéramos a toda la humanidad en un estado de libertad absoluta, cada quien revelaría la verdad dentro de sí mismo: "Una bestia en potencia".