El Diputado Fiel

La caída


Capítulo II

La débil luz del día ya se abría paso a través de los resquicios de la persiana cuando el teléfono móvil comenzó a moverse débilmente sobre la superficie de la mesilla de noche al tiempo que emitía varias notas de arpa sintética, breves pero alarmantes, tanto que consiguieron extraer a Luis Alberto de un profundo sueño y hacer que alargara su brazo torpemente hacia el aparato que en ese instante yacía en completo y arrepentido silencio. Sin embargo, en la pantalla una tenue luz delataba su reciente actividad y ya no pudo obviar que algo estaba sucediendo. Se lo temía, era inútil engañarse. Aquel mensaje que se esbozaba en la penumbra no auguraba nada bueno.

Tal vez fue esa precisamente la razón de que no lo leyera inmediatamente. Le bastó con saber que el remitente era aquel impertinente Subsecretario de Organización. Ni siquiera era el Presidente quien le enviaba instrucciones, sino un subalterno, significativo desde luego y con un importante peso específico, pero subalterno, al fin y al cabo. Otra pulgada más que añadir a su herida abierta, de la que llevaba sangrando toda la noche y que le había impedido conciliar el sueño.

Su mujer, enrojecida por la cólera y por un resfriado que la martirizaba desde hacía algunos días, le había aguardado con la noticia de su televisado desliz. Le contó con pelos y señales cómo la cámara se fue paseando por esa magnífica segunda fila de la bancada gubernamental hasta dar con el hombre que objetaba de su sacrosanto deber, perdido el hilo de sus funciones, abocado al precipicio de la dejación. Le acusó de haber echado por la borda décadas de trabajo, de tragar sapos y culebras, también los hubo para ella, que siempre había estado a su lado, que lo había hipotecado todo por él, por su carrera, y, mira tú por dónde, ahora que empezaban a recoger frutos, ahora que se veían recompensados, en un momento todo podía desvanecerse por su mala cabeza, en qué estaría pensando este hombre, tan difícil era mantener la atención, aplaudir cuando debía como hace todo el mundo, mostrando la convicción exigida, que la mujer del César no solo tiene que ser honesta sino parecerlo. Y así continuó un buen rato, entre mocos y suspiros, largando su trágico monólogo con pretensiones de premio Goya de la Academia, y él aguantando el tipo, todavía un poco desubicado sin saber realmente a qué se refería su mujer.

       El enfado de su esposa no le impidió echar mano del mando a distancia y apretar con saña un botón. Inmediatamente Luis Alberto se pudo ver a sí mismo en una escena que le costaba reconocer. El pasaje duraba apenas treinta segundos, pero fueron suficientes para que todo el país y parte del extranjero se diera cuenta de su desliz, su cara alelada contrastaba radicalmente con los rostros implicados de sus compañeros, los que demostraban fervientemente su adhesión al juego político como espectadores enardecidos en la arena de un anfiteatro romano. Las risas de fondo que el programa de televisión había introducido consiguieron atenuar un poco la tensión, tanto que el diputado se encogió de hombros como quién se ha descolgado con una chiquillada absolutamente perdonable, pero su mujer, que, a diferencia de él, era capaz de medir el alcance del acto, le cubrió de exabruptos.

       En esas rememoraciones estaba cuando se decidió a coger el aparato que tan discretamente guardaba nuevas, seguramente dolorosas. Lo tomó en sus manos casi con cariño, con la reverencia que exige un artilugio de última generación, de valor desproporcionado incluso para él. Deslizó su dedo índice por la base de la pantalla e introdujo apresuradamente el código secreto. Inmediatamente se desplegaron un sinfín de pequeños iconos. Pulsó en uno de ellos y se abrió como por encantamiento un sobre virtual que vomitó un mensaje escrito en letras minúsculas, casi tímidas, como si quisieran pasar desapercibidas, avergonzadas del recado que venían a transmitir.

       A partir de hoy colóquese en la fila del fondo, al final de la grada. Este fue el texto que leyó Luis Alberto. Aunque parecía entrañar un enigma insondable, enseguida captó el significado de las escasas palabras. No era la primera vez que alguien del Partido recibía unas indicaciones semejantes. En una ocasión había sido él mismo el encargado de transmitirlas y el destinatario un pobre diablo caído en desgracia, como lo era él en esta ocasión.

       Durante un buen rato fue incapaz de reaccionar, ni mucho menos de calibrar las consecuencias del mandato, ni siquiera de buscar una razón que realmente lo explicara, tan solo se quedó tendido en la cama, con el teléfono en la mano, pensando que el mensaje se parecía mucho a uno de esos juegos de mesa en que si tienes la mala fortuna de caer en una casilla equivocada inexorablemente vas a la cárcel o caes en un pozo del que no sales hasta varias jugadas después o bien vuelves a la situación de partida, a empezar de cero, como en un bucle inexplicable que le impidiera avanzar y que tirara de su cuerpo en dirección opuesta a la que deseaba caminar.

       En el pasillo se cruzó con su mujer, que no le dirigió la palabra, aunque sí una mirada asesina cargada además de resentimiento, lo cual tampoco le alarmó en exceso, no era la primera vez que se asomaba a sus ojos un instinto tan primario. Apenas pudo beber el café, que ya frío languidecía sobre la barra de la cocina. El teléfono móvil seguía a su lado como un perrillo fiel o como una mosca cojonera, no lo sabía muy bien, pero el caso es que allí estaba con su pantalla negra y bruñida, todo un enigma que a ratos le atraía y a ratos le provocaba náuseas.

Se resistió durante algún tiempo a cogerlo entre sus manos y pulsar las teclas necesarias para hacer las llamadas que creía adecuadas para solucionar su situación de proscrito. Necesitaba hacer acopio de valor, no podía lanzarse a marcar algunos números y encontrar al otro lado quién sabe qué. Le preocupaba resultar inoportuno o no dar con el tono apropiado, parecer demasiado ansioso o demasiado prudente, y eso que lo que en realidad le pedía el cuerpo era dar rienda suelta a toda la cólera que se le había ido acumulando, pero le frenaba el qué dirán y un sentimiento de culpa que se iba instalando en su ánimo. ¿Y si en el fondo se merecía lo que le estaba pasando? ¿Y si había hecho algo mal?, involuntariamente por supuesto, pero se lo harían purgar. No le convenía parecer demasiado enfadado. Sería como manifestar claramente su pecado, reconocerlo implícitamente y además tener el descaro de no pedir disculpas.



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En el texto hay: politica, misterio, satira

Editado: 05.12.2019

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