El Diputado Fiel

La búsqueda

Capítulo IV

La conversación con Nerea apenas alcanzó para apartarle momentáneamente de sus pesares. La mañana del sábado renovó la opresión de verse en un callejón sin salida. Su futuro era un muro contra el que inevitablemente se iba a estrellar. No veía salida. Todo era oscuridad a su alrededor. Aun así, siguió barajando posibilidades y buscando, siempre buscando, una salida. Parece mentira la capacidad que tiene el ser humano de aferrarse a clavos ardiendo. Quién se lo iba a decir a él, que algún día se vería en una situación semejante y que tendría que perseguir desesperadamente una solución sin plantearse ni remotamente las posibilidades de éxito, simplemente había que seguir el camino trazado con mansedumbre bovina.

Cuando se quiso dar cuenta ya estaba en la carretera conduciendo su crossover en dirección norte. Pronto dejó atrás la ciudad y comenzó a vislumbrar las montañas de la sierra. Cogió el primer desvío que indicaba a Burguillo del Pinar y siguió varios kilómetros por una vía secundaria tan magníficamente asfaltada que parecía una autopista de primera categoría. Las malas lenguas decían que esta especie de alfombra gris de la mejor calidad había sido el pago en especie de una empresa constructora que había conseguido importantes contratos sin acudir a ninguna licitación. Eran los tiempos en que el señor Garrido, político de larga trayectoria y procedencia inconfesable, había sido ministro de Fomento. Hoy era un jubilado de lujo que vivía apartado del mundanal ruido en la mansión que se adivinaba a un lado de la carretera entre hectáreas de bosque protegido.

Luis Alberto giró el volante y enfiló por un camino de tierra que conducía hasta una verja muy historiada, de reminiscencias versallescas, adherida a un alto muro de piedra granítica con el que no casaba en absoluto. Hasta el propio diputado sentía un amago de rubor cada vez que veía el desaguisado arquitectónico, y véase que él no era precisamente un entendido en materia paisajística.

Después de pasar por las manos de varios vigilantes de seguridad que incluso llegaron a cachearle y otros cuantos mayordomos, apareció el gran hombre. El señor Garrido mantenía un magnífico bronceado a pesar de la estación, lucía una sonrisa de inmensa satisfacción, muchos kilos de más y un aire despreocupado propio de quien está de vuelta de todo. A su edad, frisaba los ochenta, todavía conservaba algunos resabios del hombre que había sido, mezcla de galán cinematográfico, chulo de piscinas y político que se las sabe todas. Su sola presencia consiguió abrumar de tal manera a Luis Alberto que le entraron ganas de salir corriendo, pero era demasiado tarde, ya avanzaba hacia él con paso de diplodocus y los brazos extendidos.

Detrás de él venía su joven esposa, a la que sacaba al menos dos generaciones. Ella se movía alrededor de su marido con la precisión de un satélite. Después de las presentaciones de rigor los tres se sentaron, pero tras los primeros compases de la conversación, apenas una frases insulsas y convencionales para ponerse al día, el anciano hizo un gesto a su mujer y esta pronunció automáticamente una excusa de manual y salió mansamente.

—Estarás al corriente de lo mío —afirmó el diputado con aprensión. Sabía que en los cenáculos políticos las noticias corrían como la pólvora, llegaban incluso hasta las remotas mansiones de jubilados como este que decía vivir apartado de todo, pero él no lo creía, le presumía una más que probable influencia en la sombra. Y por esa razón precisamente acudió a su presencia como en aquellos tiempos remotos de la Antigüedad Clásica un hombre caído en desgracia habría ido a visitar un oráculo de probada sabiduría.

—Algo he oído. Hasta aquí ha llegado algún rumor —respondió el señor Garrido torciendo el gesto, visiblemente contrariado a pesar de que al aceptar recibir al diputado caído en desgracia sabía a lo que se exponía, que tarde o temprano saldría a relucir la delicada cuestión, ¿para qué iba a presentarse este aquí si no?

—Entonces sabrás que me han apartado, que he pasado de la primera a la última fila y no lo digo en sentido figurado. Además, me han destituido del cargo de portavoz, y temo que no quede ahí la cosa.

—¿Tan grave lo ves? A lo mejor solo son imaginaciones tuyas. Hay momentos en que nos volvemos un poco paranoicos —aventuró el alegre jubilado mientras ponía un líquido ambarino en sendos vasos provistos de hielos tintineantes—. No te lo tomes muy a pecho. Confía en que pase el tiempo, ya conoces el refrán: siempre que llueve escampa. Te aseguro que a veces es mejor pasar un tiempo en la trastienda y ahora no están los tiempos para aparecer demasiado expuesto. Quien se acerca demasiado al sol corre el riesgo de quemarse.

Y así siguió el hombre, enlazando refranes y proverbios que se dirían orientales. Luis Alberto, por su parte, intentaba buscar el sentido oculto de tanta sabiduría. Estaba convencido de que su interlocutor se expresaba en clave y descubrió con cierto placer intelectual que cuando hablaba del sol se refería al Presidente. Este tío era un genio. Se sorprendió admirándole como en los viejos tiempos, a pesar de su decadencia, de esos kilos de más, de ese batín mal anudado que descubría algunas lorzas flácidas envueltas en una piel moteada.

—No creo que sea una cuestión coyuntural y creo que la estrategia de dejar pasar el tiempo solo me dejaría en evidencia, vamos, algo así como el que calla otorga, en definitiva, el argumento perfecto para dejarme en la estacada —explicó el diputado con palabras propias de quien ha meditado bastante su situación—. Creo que es un error que me tengan por un don nadie que se va a cruzar de brazos mientras le dan por todos los lados. ¿Por quién me han tomado?

—Partes de la idea de que tienen algo contra ti, pero puede que te equivoques. A lo mejor estás haciendo una montaña de un grano de arena y solo se trata de un pequeño castigo por tu televisivo despiste.



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En el texto hay: politica, misterio, satira

Editado: 05.12.2019

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