El Diputado Fiel

Diputado raso

Capítulo V

Luis Alberto entró en su despacho en calidad de diputado raso. Sabía que era lo único que le quedaba, una vez desaparecidas las prebendas oficiales y oficiosas, los cargos institucionales y los privilegios personales que no dejan huella en su declaración de la renta. Hasta hace bien poco recibía asiduamente algunas “recompensas” pecuniarias por su compromiso con el Partido. Los de arriba sabían que siempre se podía contar con él, que nunca les iba a fallar. En varias ocasiones había demostrado su lealtad sin paliativos, como cuando firmó un manifiesto que pedía el indulto para un compañero condenado injustamente, todo hay que decirlo, por un delito de corrupción. Además, el hombre estaba enfermo, una cuestión humanitaria, no podía contemplarse desde otro punto de vista, y pensar que la justicia levantaba su mano contra hombres honrados, que lo han dado todo por su patria… Sentía que la sangre le hervía con el recuerdo de episodios como este y le brotaba en el alma una especie de solidaridad de ángel caído con los de su especie, así como un lamento inconsolable por tanta ingratitud.

Sus quejas interiores se extinguieron apenas divisó en sus respectivas mesas a sus dos asesores, hombre y mujer, sin perder de vista la paridad, había que guardar las formas. Al menos tenía a sus huestes en su pequeña fortaleza. También su secretaria estaba allí. Le salió al encuentro y le puso al día de las llamadas, de las reuniones que tenía previstas, información envuelta delicadamente en estuche de fingida normalidad.

Decidió seguir el juego del disimulo hasta donde le fuera posible. No sería él quien alterara el difícil equilibrio del nuevo statu quo, así que, evaluadas las fuerzas, como buen general en el campo de batalla, enfrentó la rutina con la abulia de siempre, pero con la alerta que los acontecimientos recientes habían activado, como un animal en la oscuridad que intuye depredadores por todas partes.

—El representante de la Asociación de Banqueros Rescatados nos ha comunicado que de la dación en pago no quieren saber nada de nada, que nos las apañemos con la ley Hipotecaria, que ya sabremos cómo lo vamos a vender, pero que por ahí no pasan —expuso Blanca de la Torre, la joven asesora que vestía de Chanel y se sonaba la nariz todo el tiempo.

—Cuídate ese resfriado, Blanca —observó Luis Alberto—, que nos vas a contagiar a todos.

       —Lo siento, don Luis —musitó la asesora mientras revolvía unos papeles—, pero no están las cosas como para quedarme en casa. Aquí es donde está mi sitio.

—¡Vaya, se ha declarado la tercera guerra mundial y yo sin enterarme! —se guaseó el diputado procurando disimular su preocupación indisimulable.

—Vamos, que no se diga que le tengo que recordar que usted no pasa por su mejor momento —le regañó la asesora, que siempre le hablaba a las claras, casi con descaro. Su confianza venía de lejos y a esas alturas se veía no solo en el derecho sino también en la obligación de abrirle los ojos—. Como no espabile…

El diputado miró de reojo a su secretaria, que no perdía ni una sílaba de lo que allí se estaba diciendo, y todo sin dejar de teclear en el ordenador, abrir cajones, ordenar papeles, en fin, las tareas de su cargo aderezadas con un plus de entremetimiento cercano al espionaje. Luis Alberto no se terminaba de fiar de ella y es que, atando cabos, de pronto cayó en la cuenta de que había llegado recomendada por el Subsecretario de Organización. Sin mediar palabra, agarró a la asesora por el brazo y la introdujo en la habitación contigua, es decir en su despacho propiamente dicho y, en contra de su costumbre, cerró la puerta tras de sí. Por un momento no supo a ciencia cierta si tanta prevención era producto de una especie de paranoia recién contraída o, por el contrario, una estrategia sabia y bien calculada. En cualquier caso, más valía ser prudente y estrechar su círculo de colaboradores. Tendría que estar mucho más alerta, como ese animal amenazado por los depredadores en la oscuridad que ya se había paseado antes por su imaginación.

—Blanca, creo que aquí estamos más seguros. No me fío de mi secretaria.

—Entonces debería despedirla. No se puede permitir la presencia de personas a su alrededor que no sean de su absoluta confianza —aconsejó la asesora mientras se quitaba la chaqueta de auténtico Chanel y dejaba ver una camisa de una tela liviana de inmejorable caída. Todo en ella respiraba lujo de muchos quilates que sabía llevar con una naturalidad genética.

—No creo que me convenga en estos momentos levantar ninguna liebre. Si la despido llamaría mucho la atención y no creo que sea una buena estrategia —calculó el diputado—, aunque te confieso que no tengo ni idea de cuál puede ser la mejor estrategia. A ti te lo puedo contar: estoy completamente desconcertado. No me esperaba esto. Me han abandonado a mi suerte.

—Para empezar, deje de quejarse y no ponga esa cara de cordero degollado. No puede permitir que las emociones le delaten. En estos momentos lo mejor es pose y sonrisa Profidén. Ya sabe, dientes, dientes…

—Que es lo que les jode —concluyó el diputado, que sabía de las salidas de la célebre tonadillera.

—Eso es. Y mucho ánimo. Hay que seguir trabajando, que ni por asomo le acusen de desidia, de falta de compromiso, bla, bla, bla —dijo ella mientras le colocaba las solapas de la americana azul oscuro y le equilibraba la corbata en un gesto que implicaba demasiada confianza entre un hombre y una mujer, pero en el que había algo de familiar como de hija sensata que se preocupa por un padre un poco alocado e irresponsable. Y es que Blanca tenía edad para ser su hija, pero una cabeza tan cabal que más bien parecía su madre.

De pronto la puerta se abrió. Álvaro Jiménez, el asesor varón, entró sin llamar, oculto tras un rascacielos de carpetas. Tras él el batiente se cerró violentamente como empujado por un vendaval y la torre de papel se vino abajo, incapaz de soportar el sobresalto del joven. Inmediatamente se agachó para intentar recogerlo todo antes de que los documentos se desordenaran, pero enseguida se dio cuenta de que su suerte había sido desigual. Algunas carpetas yacían intactas, en cambio otras, en su brusca caída, habían escupido hojas volanderas que se habían posado como a ellas les había dado la gana y no como hubiera deseado el atribulado Álvaro, que, a cuatro patas, se desplazaba por la habitación cazando papeles.



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En el texto hay: politica, misterio, satira

Editado: 05.12.2019

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