La caravana se detuvo en las ruinas calcinadas y Maysar dio orden de acampar allí. Antes siquiera de disponer vigías, bajó del caballo y ayudó a desmontar a Iselia. Ella era una dama blanca, una mujer importante entre los suyos y merecía tal deferencia. Pero para el joven guerrero mauri eso era mucho menos importante que la atracción que sentía hacia ella. A la joven él tampoco le era indiferente y aunque era una experta amazona, se dejó ayudar y le dirigió una tierna sonrisa.
—Así que aquí es donde sucedió aquello —mencionó ella mirando a su alrededor.
Maysar asintió incómodo. No había vuelto a aquel lugar en años y, de no haberse retrasado en el viaje y haberles sorprendido allí la noche, no se habría detenido allí en esa ocasión tampoco. Los guerreros que los acompañaban se santiguaron o tocaron sus talismanes según fuesen cristianos o paganos. Iselia era cristiana; sin embargo no se santiguó, ni hizo ningún gesto de temor. Maysar no era tan valiente como ella, pero contuvo sus impulsos de tocar sus amuletos al contemplar los ennegrecidos muros.
—Duerme a mi lado, Iselia —le propuso Maysar.
—Aún queda mucho para eso —le dijo ella con una sonrisa pícara—. Antes debes pedir mi mano a mi padre.
Maysar se sonrojó sin estar seguro si le producía más terror pedir la mano de Iselia o dormir en ese lugar maldito. Al parecer, a ella no la asustaba ninguna de las dos cosas.
—Me quedaré despierto… por si necesitas algo —dijo él mientras ella se metía en su tienda.
Iselia se durmió apenas se tumbó, pero se despertó cuando aún era noche cerrada. Su vejiga ardía y salió con precaución a aliviar sus necesidades. Aunque no había luna, las estrellas que formaban la vía láctea brillaban proporcionando cierta claridad. Iselia se alejó en silencio del campamento. No era tímida, pero no deseaba que su enamorado la supiese en esa situación tan poco decorosa y estaba segura de que, si la veía, insistiría en acompañarla para protegerla. Iselia apretó con fuerza su cuchillo: si alguien trataba de atacarla, se llevaría una sorpresa.
La joven se agachó y alivió su vejiga pero, entonces, oyó algo. Se quedó agachada y en silencio. No se levantaría y comenzaría a gritar como una estúpida ante todos, especialmente si Maysar estaba entre ellos. Oyó pasos acercarse y contuvo la respiración agarrando con fuerza su cuchillo. Fue capaz de apartarse en el último momento, pero no hubiese sido posible para ella huir una segunda vez si una flecha no se hubiese clavado en el pecho del león desviando su atención hacia una figura blanca que se encontraba unos pasos más allá. El gran felino se volvió contra su nueva presa, pero este lo enfrentó con su espada en la mano y con dos certeros movimientos acabó con la vida del enorme león. Iselia había visto muchos buenos guerreros, muchas cacerías y muchos combates, pero solo había oído hablar de alguien capaz de algo semejante.
La joven se acercó al hombre, que vestía de blanco y llevaba el rostro cubierto a excepción de los ojos, y vio una mancha roja cubriendo su túnica.
—Yo curaré tu herida —le dijo poniéndose a su lado.
—Eres sanadora —dijo él señalando la túnica blanca de ella en un tono que indicaba una respuesta más que una pregunta. Él mencionó entonces el nombre otra mujer acerca de la que ella había escuchado. Ella negó.
—Nos parecemos, pero no soy ella.
Él se agachó sin mostrar su rostro pero descubriendo su cuerpo, lleno de cicatrices producidas por el fuego. Iselia, conteniendo a duras penas la repugnancia que le producía el aspecto de su piel, cubrió con ungüentos y vendó las heridas del desconocido.
—Este zarpazo es profundo —dijo ella—. Habré de cauterizarlo. Será doloroso.
—No supondrá un problema. Ya ves que he nacido del fuego.
Iselia asintió y fue a dirigirse a las hogueras del campamento, pero se detuvo. Sabía cómo reaccionarían Maysar y los suyos ante el extraño. Así que, sacando pedernal de su bolsa, prendió un fuego junto a ellos sirviéndose de una ramas.
—¿Qué te ocurrió? —preguntó ella rozando las cicatrices.
— Soy un djinn o, al menos, eso dijeron los que me recogieron.
—¿Qué es un djinn?
—Un ser nacido del fuego, un genio.
A la joven no le pareció que el extraño fuese un ser sobrenatural, pero no lo contrarió.
—¿Naciste aquí? ¿En el incendio que destruyó esto?
—Recuerdo haber surgido de los escombros y vagado desnudo por el desierto hasta que caí muerto de sed y agotamiento. Entonces ella me encontró. La mujer de ojos negros.
—¿Dónde está ella ahora?
—Murió.
—¿La mataste tú?
El desconocido se volvió hacia ella y la agarró bruscamente de las muñecas.
—¡He salvado tu vida!¡No te he hecho mal!¿Por qué me acusas de matar a mi esposa?
Iselia guardó silencio y él siguió hablando.