El Dominio de Darius

Capítulo 1: El Ocaso de la Luna Plateada

La luna llena, un disco de plata bruñida suspendido en la negrura aterciopelada del cielo, bañaba el Castillo de la Luna Plateada con una luz espectral. Sus torres de alabastro, habitualmente símbolos de esperanza para el clan licántropo que lo habitaba, esa noche parecían espectros silenciosos bajo el juicio lunar. Dentro de sus muros, la promesa de un futuro brillante, encarnada en la inminente unión de dos poderosas manadas, se revelaba como una cruel farsa.

Lyanna, primogénita del clan Luna Plateada, era la pieza central de esa estratégica alianza. Su destino, sellado por la conveniencia y la ambición de su padre, la ataba a Adrian, el arrogante príncipe del Sol Dorado. Vestida con un etéreo traje plateado, bordado con delicados hilos dorados que atrapaban la luz como lágrimas congeladas, Lyanna personificaba la imagen de una princesa lobo. Su cabello, del color de la plata líquida, caía en cascadas brillantes sobre su espalda, enmarcando un rostro de belleza melancólica. Sus ojos azules, profundos como los lagos helados de las montañas, reflejaban una tormenta silenciosa de resignación y una tenaz chispa de fortaleza.

Pero esa noche, la belleza de Lyanna era un velo delgado que ocultaba la desgarradora verdad que la consumía por dentro, una verdad descubierta en el silencio profanado de los aposentos reales.

Adrian, el hombre al que le habían prometido como esposo, el futuro Alfa de una manada unida, yacía en la cama, sus rubios cabellos, habitualmente resplandecientes bajo el sol, ahora enredados con los mechones dorados de su hermana menor, Iris.

Adrian, de porte regio y mandíbula firme, exudaba una confianza prepotente que siempre había incomodado a Lyanna. Sus ojos verdes, que ella había intentado ver como promesa de un futuro compartido, ahora brillaban con una lascivia fría y calculada. Su físico imponente, ahora despojado de su aura de príncipe, se antojaba repulsivo a los ojos de Lyanna, empañados por la traición.

La voz de Lyanna se quebró, un hilo de incredulidad y dolor que apenas rompió el silencio opresivo de la habitación.

— ¿Qué... qué están haciendo? ¡Esto es una traición!

Adrian se giró con lentitud, su rostro marcado por una sorpresa teñida de fastidio, como si hubiera sido interrumpido en un asunto trivial. En lugar de vergüenza o arrepentimiento, sus ojos verdes se posaron en Lyanna con un desdén gélido.

—¿Aún no lo entiendes, Lyanna? Tú nunca fuiste más que una moneda de cambio. Mi corazón... siempre ha pertenecido a Iris.

Iris, semienvuelta en las sábanas de seda carmesí, ofreció una sonrisa pequeña y venenosa. Su cabello dorado, un eco más brillante y vibrante del de Lyanna, se derramaba sobre la almohada como un halo de triunfo. Sus ojos azules, idénticos a los de su hermana pero ahora cargados de una burla cruel, brillaban con una satisfacción escalofriante.

—Lo siento, hermana. Pero Adrian y yo... somos el verdadero futuro de estas manadas. Tú solo eras un obstáculo.

El mundo de Lyanna se fracturó en mil pedazos invisibles. Un dolor agudo, como un colmillo helado clavándose en su pecho, la dejó sin aliento. La furia, una lava incandescente, comenzó a hervir en sus venas, pero antes de que pudiera articular una respuesta, una sombra imponente se proyectó sobre el umbral.

Thalrik, su padre, el Alfa de la Luna Plateada, apareció como una figura tallada en granito. Alto y severo, su rostro curtido por años de liderazgo y sus cabellos grises enmarcando unos ojos implacables, llenó la estancia con una presencia autoritaria. Por una fracción de segundo, una débil esperanza floreció en el pecho de Lyanna. Su padre... él vería la injusticia, la defendería. Después de todo, ella era su primogénita, su heredera.

Pero el golpe llegó no en forma de palabra de consuelo, sino como una bofetada brutal que la lanzó al suelo. El impacto resonó en la habitación, un eco sordo del golpe aún mayor que destrozó el alma de Lyanna: las palabras frías y cortantes de su padre.

—Levántate, Lyanna —siseó Thalrik, su voz, habitualmente un rugido de mando, ahora un látigo de hielo—. Te casarás con Adrian. No me importa lo que haya pasado aquí. Lo único que importa es que él sea el Alfa que una nuestras manadas. Tu honor... el honor de nuestro clan... depende de esto.

Desde el suelo frío, Lyanna alzó la mirada hacia su padre, buscando desesperadamente una chispa de empatía en sus ojos. Pero solo encontró la frialdad implacable de un líder pragmático, dispuesto a sacrificar a su propia hija en el altar del poder.

Adrian, aprovechando la humillación de Lyanna, se acercó y se alisó la túnica con un gesto displicente. Su voz, ahora teñida de un desprecio apenas velado, resonó en la habitación.

—No te amo, Lyanna. Nunca lo haré. Pero eres la hija mayor, y es tu deber cumplir con esta unión. Esa es tu única utilidad para mí.

—Será un Alfa por mí, no por ti —añadió Iris desde la cama, su voz dulce pero cargada de veneno.

Con el cuerpo entumecido y el corazón hecho añicos, Lyanna se obligó a levantarse. Se sentía como un fantasma en su propia vida, despojada de su dignidad y su futuro. Con lágrimas silenciosas resbalando por sus mejillas, descendió al Gran Salón, donde los preparativos para la ceremonia nupcial estaban en su apogeo. Cada paso era una tortura, cada rostro que la observaba parecía juzgarla, cada adorno festivo se burlaba de su dolor.




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