El invierno se había asentado sobre el territorio del clan de la Luna Plateada, extendiendo su dominio gélido sobre cada rincón. Las montañas que rodeaban el castillo, antes majestuosas y llenas de vida, yacían ahora cubiertas por un manto de nieve que parecía extenderse hasta el infinito, un silencio blanco y opresivo que sofocaba cualquier rastro de calidez. El aire, cortante y helado, mordía la piel de cualquiera que se atreviera a aventurarse al exterior, y el viento aullaba como un espectro hambriento, llevando consigo presagios de desolación. Desde las ventanas del castillo, la vista era de una belleza austera e imponente: un lienzo blanco y vasto, interrumpido solo por las siluetas oscuras de los lobos de la Sombra Carmesí, patrullando el terreno con la precisión de depredadores, como guardianes de un reino conquistado. Pero la belleza del paisaje, en su frialdad implacable, no alcanzaba a tocar los corazones que ahora habitaban entre esos muros, corazones que latían con resentimiento, miedo y una desesperada esperanza.
El interior del castillo, que alguna vez había sido un faro de esperanza y tradición para el clan de la Luna Plateada, había sido transformado desde la llegada de Darius, mutando en un símbolo de su sometimiento. Las banderas del clan, antaño ondeando con orgullo y libertad, aún colgaban de las paredes, pero su significado se había pervertido. Ahora eran un emblema de derrota, un recordatorio constante y doloroso de que todo lo que alguna vez representaron, su honor, su independencia, su futuro, había sido brutalmente arrebatado.
Lyanna estaba sentada en un banco de piedra junto a una chimenea, donde un fuego crepitaba con una fuerza insuficiente para combatir el frío que se filtraba por cada rendija. Su vestido, de un gris plateado que hacía eco de la luz lunar, se ceñía a su cintura con la elegancia de un diseño intrincado, adornado con delicados detalles bordados de flores en hilo dorado. Aunque su atuendo aún conservaba un aura de nobleza, había perdido gran parte de su luz, como una vela a punto de extinguirse. Sus manos, entrelazadas sobre su regazo, temblaban ligeramente, no solo por el frío que calaba hasta sus huesos, sino también por la tensión constante que la rodeaba, una tensión invisible pero palpable que aprisionaba su espíritu.
Su cabello plateado, habitualmente brillante y lleno de vida, caía en ondas largas y perfectas, enmarcando su rostro pálido, casi translúcido, y sus ojos azules, que ahora estaban más apagados que nunca, carentes del brillo de la esperanza. Parecía un reflejo de la nieve que cubría las montañas, una imagen de belleza fría y distante, pero frágil y vulnerable.
Darius, por otro lado, estaba de pie frente a una ventana alta y estrecha, su figura imponente eclipsando la escasa luz que intentaba filtrarse a través de los cristales cubiertos de escarcha. Vestía un abrigo negro de cuero pesado, curtido por el tiempo y adornado con detalles en plata que resaltaban con un brillo opaco en los bordes del material. La capa que llevaba colgada sobre sus hombros era del mismo negro profundo, una sombra sólida que se movía con él, y un broche de intrincado diseño, que tenía el emblema de la Sombra Carmesí grabado en hierro, brillaba con una amenaza silenciosa. Sus botas, hechas para la batalla y la conquista, resonaban ligeramente contra el suelo de piedra mientras cambiaba de posición con una gracia depredadora, y sus ojos dorados, intensos y penetrantes, observaban el paisaje con la frialdad y la precisión de un depredador buscando su próxima presa, analizando cada detalle, cada movimiento, cada posibilidad.
El frío en el castillo era ineludible, una presencia gélida que se había instalado en cada rincón, penetrando más allá de la piel y alcanzando el corazón. Aunque las chimeneas ardían en cada habitación, alimentadas por troncos crujientes, el aire parecía tener una presencia sobrenatural, una fuerza gélida que iba más allá de lo físico, una atmósfera densa y opresiva que pesaba sobre todos, incrementada por la tensión palpable que envolvía a cada habitante del castillo, una tensión que se podía cortar con un cuchillo.
Darius respiró profundamente, permitiendo que el aire helado que se filtraba a través de las grietas de la ventana llenara sus pulmones. Le gustaba el frío, lo sentía como un aliado. Había crecido en un clima aún más brutal, donde la supervivencia era una lucha constante contra los elementos, y este entorno solo le recordaba su propia fortaleza, su resistencia, su capacidad para dominar. Para él, el frío no era un enemigo a temer, sino un aliado silencioso, una constante que endurecía a los débiles, probando su temple, o los destruía por completo, revelando su fragilidad.
**Darius**
Darius no amaba a Lyanna. Esa idea era absurda para él, una fantasía sentimental en la que no tenía interés. El amor era una debilidad, una distracción innecesaria que nublaba el juicio de los hombres, haciéndolos vulnerables y ciegos. No había lugar para eso en su vida, ni en sus planes, ni en su forma de entender el mundo. Lyanna era un medio para un fin, una herramienta estratégica, nada más. Tomarla como su Luna había sido una jugada calculada, diseñada para consolidar su dominio sobre ambas manadas, para asegurar su poder absoluto y su control indiscutible. Pero eso no significaba que no la valorara, que no reconociera su utilidad. Ella era más útil de lo que había anticipado, incluso si aún no lo entendía, incluso si ella misma se resistía a aceptarlo.
Mientras observaba su reflejo distorsionado en el cristal de la ventana, pensó en el caos que había sembrado desde su llegada, en el orden que había establecido, en el poder que ahora ostentaba. Adrian era un cobarde, un príncipe vanidoso más preocupado por salvar su orgullo herido que por recuperar lo que había perdido, un hombre débil que había demostrado su incapacidad para liderar.