El Dominio de Darius

Capítulo 8: La Sombra Desafiada

El castillo de la Luna Plateada estaba sumido en un silencio inquietante, una calma tensa que presagiaba la tormenta. Aunque las patrullas de la Sombra Carmesí vigilaban cada rincón, sus ojos dorados escrutando cada sombra, el interior parecía más frío y vacío desde que Darius había reclamado su dominio, como si su presencia hubiera absorbido toda la calidez y la vida del lugar. Las pocas figuras que aún se atrevían a moverse por los pasillos lo hacían con pasos cautelosos, susurros ahogados y miradas furtivas, temerosos de llamar la atención equivocada, de despertar la ira del nuevo Alfa.

Pero no Iris. Ella nunca había caminado con la cautela de los débiles, ni había conocido el miedo que paralizaba a los demás. Con un vestido rojo oscuro, vibrante como la sangre y ajustado a la perfección para realzar sus curvas, y un brazalete dorado que brillaba en su muñeca como una muestra ostentosa de su arrogancia, Iris avanzaba con confianza hacia la habitación donde sabía que Darius estaría, su destino en la mira. Sus tacones resonaban con fuerza en el suelo de piedra, cada paso un anuncio deliberado de su llegada, una declaración de su presencia que exigía ser escuchada.

Iris no era alguien acostumbrada a la derrota, a la humillación, ni a que se le negara lo que deseaba. Desde siempre, los hombres, débiles e influenciables, se habían doblegado ante su encanto, sucumbiendo a su belleza y a sus artimañas. Sabía cómo manejar la mirada, cómo inclinar la cabeza con aparente inocencia, cómo sonreír justo lo suficiente para que alguien se sintiera especial, para que creyera que era el único. Darius sería un desafío, sí, un hombre de poder y determinación, pero incluso el hombre más impenetrable, el más fuerte y el más cruel, tenía una debilidad, una grieta en su armadura. Solo era cuestión de encontrarla, de explorarla y explotarla.

Cuando llegó a la habitación principal, los lobos de la Sombra Carmesí que custodiaban la puerta la observaron con desconfianza, sus ojos dorados fijos en ella, como si percibieran el peligro que emanaba de su belleza. Pero ella los ignoró, su confianza inquebrantable, su determinación inquebrantable.

—Déjenme pasar —dijo Iris con voz firme, su tono autoritario no admitía discusión—. Tengo asuntos de suma importancia que discutir con su Alfa.

Los lobos intercambiaron miradas, dudando por un momento, pero finalmente se apartaron, cediendo ante su insistencia. Sabían que Iris tenía el permiso de moverse libremente por el castillo, aunque dudaban que su presencia, especialmente en ese momento, frente a Darius, fuera bienvenida.

Iris entró en la habitación, sus ojos azules, fríos y calculadores, buscando inmediatamente al hombre que había robado el poder que ella creía suyo, el hombre que se interponía entre ella y la corona. Darius estaba de pie junto a la ventana, su figura imponente destacándose contra el resplandor blanco de la nieve, una silueta oscura y amenazante.

Vestía un abrigo negro largo y botas reforzadas, su atuendo reflejando su poder y su dominio, y haciendo que su presencia fuera aún más intimidante, más opresiva. Sin girarse, su voz resonó en la habitación, profunda y cargada de una amenaza implícita.

—Es curioso cómo las sombras siempre intentan acercarse al poder, atraídas por su brillo, pero destinadas a ser consumidas por él —dijo Darius, su tono despectivo.

Iris sonrió, aunque su sonrisa era más calculadora que genuina, un intento de ocultar su nerviosismo.

—Las sombras son necesarias para darle profundidad a la luz, ¿no crees? Sin ellas, la luz sería plana, sin interés. Estoy aquí porque creo que podríamos ayudarnos mutuamente, forjar una alianza que nos beneficie a ambos —respondió Iris con suavidad, su voz seductora.

Darius finalmente se giró, sus ojos dorados, intensos y penetrantes, recorriendo a Iris con una intensidad que la hizo contener el aliento por un breve instante, una sensación extraña que nunca antes había experimentado. Aunque ella no lo mostraría, estaba fascinada por su mirada, por el peligro que emanaba de él. Era como enfrentar a un león en la oscuridad, una criatura salvaje y majestuosa, pero letal.

—¿Ayudarnos mutuamente? Eres ambiciosa, Iris, eso es innegable. Pero también eres ingenua si crees que tus trucos baratos funcionan conmigo, que tus manipulaciones infantiles me van a engañar —dijo Darius con desprecio, su voz cargada de burla.

Iris se acercó lentamente, moviéndose con la gracia felina de una cazadora que calcula cada paso, midiendo su presa. Su vestido rojo brillaba ligeramente bajo la luz de las antorchas, y sus movimientos eran estudiados, calculados para seducir y cautivar.

—¿Trucos? No me subestimes, Darius. Yo no soy como los demás, no soy tan fácil de manipular como ellos. Veo tu fuerza, tu poder... tu visión. Solo quiero ser parte de ella, contribuir a tu grandeza. ¿Qué puedo hacer para ayudarte a construir un imperio que nadie, ni siquiera los dioses, pueda desafiar? —preguntó Iris con un tono seductor, su voz un susurro cargado de insinuaciones.

Darius no dijo nada por unos momentos. Observó cómo Iris intentaba ocultar su ambición detrás de palabras bonitas, de promesas vacías, pero para él, sus intenciones eran tan claras como el hielo que cubría las montañas, transparentes y fáciles de leer.

De repente, se movió hacia ella, cerrando la distancia entre ellos con una velocidad y una gracia que la tomaron por sorpresa. Su altura, casi dos metros, su figura imponente y su presencia dominante hacían que la diferencia entre ambos fuera palpable, una demostración de su poder. Iris retrocedió ligeramente, su confianza vacilando por primera vez, pero mantuvo su sonrisa, aunque algo nerviosa, su corazón latiendo con fuerza.




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