La noche había caído sobre el castillo de la Luna Plateada, y la oscuridad se sentía más pesada que nunca, como un presagio de lo que estaba por venir. Las antorchas que iluminaban los pasillos, habitualmente un consuelo en la penumbra, parecían apenas capaces de combatir las sombras que se acumulaban en cada rincón, como si el castillo mismo estuviera conteniendo el aliento, expectante ante un desenlace inevitable. El aire, frío y cortante, ya de por sí implacable, estaba cargado de algo más que el mero invierno: un silencio de amenaza, una tensión palpable que hacía que cada sonido, cada susurro, resonara con una intensidad escalofriante.
Darius Vargath, imponente y feroz como un dios antiguo, estaba sentado en su trono de piedra blanca y plata, una obra majestuosa y brutal que parecía esculpida en la misma roca de las montañas, observando el salón con una mirada que parecía perforar el alma de todos los presentes, una mirada dorada y penetrante que no prometía piedad.
Los líderes del clan Luna Plateada habían sido convocados nuevamente, reunidos ante su presencia como súbditos ante un rey tirano, y aunque sus expresiones eran de obediencia forzada, el temor en sus ojos, el temblor en sus manos, decía mucho más que cualquier palabra. Nadie hablaba sin ser solicitado, nadie se movía sin cuidado, cada acción calculada para no provocar la ira del Alfa.
Kael, el beta leal y calculador, la sombra de Darius, permanecía a la derecha de su Alfa, su postura rígida y su mirada impenetrable, observando los movimientos en el salón como un halcón, listo para actuar ante la más mínima señal de desafío. Pero Darius, aunque controlaba la situación con su simple presencia, aunque su poder era indiscutible, no estaba completamente satisfecho. Los Velkan, los padres de Adrian, los últimos bastiones de la antigua nobleza, seguían retrasando su llegada para discutir los términos que Darius había exigido, un acto de desafío indirecto que no podía ser tolerado, una afrenta a su autoridad que debía ser castigada.
—Kael, haz una última advertencia, un último ultimátum —dijo Darius, su voz baja y amenazante, resonando en el salón como el rugido de una bestia—. Si los Velkan no llegan antes de la próxima luna llena, tomaré su territorio por la fuerza, reclamaré lo que es mío por derecho, y convertiré a su clan en cenizas, borrándolos de la faz de la tierra. Ellos saben perfectamente lo que está en juego, las consecuencias de su insolencia.
Kael asintió con una reverencia, su rostro inexpresivo, y se retiró rápidamente, silencioso y eficiente, para cumplir con la orden de su Alfa. Darius giró su atención hacia los líderes presentes, quienes parecían disminuir aún más ante su mirada, su temor intensificado, como si la presencia de Darius fuera un peso que los aplastaba.
La Intrusión
Mientras Darius imponía su autoridad, mientras su dominio se extendía como una sombra sobre el salón, un sonido inesperado, violento y desafiante, cortó la tensión en el aire, rompiendo el silencio opresivo. Las grandes puertas del salón, reforzadas con hierro y diseñadas para resistir cualquier ataque, se abrieron de golpe con una fuerza brutal, y una figura conocida, arrogante y desafiante, cruzó el umbral con pasos decididos, ignorando el peligro.
Era Iris, vestida con un traje negro ajustado que realzaba sus curvas con una elegancia peligrosa, y una capa que se movía tras ella con un aire dramático, como si fueran las alas de un ave rapaz, una criatura de la noche.
La ambición brillaba con intensidad en los ojos de Iris, una luz fría y calculadora, mientras avanzaba con confianza hacia Darius, ignorando las miradas de los líderes y los lobos de la Sombra Carmesí, que la observaban con una mezcla de sorpresa y hostilidad. Nadie se atrevió a detenerla; su confianza era tan aplastante, tan descarada, que parecía parte de su estrategia, una demostración de su poder.
Pero cuando llegó frente al trono, cuando se encontró con la mirada dorada de Darius, penetrante e implacable, algo cambió en su expresión. Su seguridad, aunque no desapareció por completo, se tambaleó levemente, una grieta en su armadura.
—Alfa Darius, he venido a hablar contigo, a discutir un asunto de suma importancia. Esto no puede esperar, requiere tu atención inmediata —dijo Iris con voz firme, intentando mantener el control, pero con un ligero temblor en su tono.
Darius se inclinó ligeramente hacia adelante en su trono, un movimiento sutil pero amenazante que fue suficiente para hacer que el aire del salón se sintiera más pesado, más opresivo. Su mirada recorría a Iris con una intensidad que la hizo contener el aliento por un breve instante, una mirada que parecía desnudar su alma, ver a través de sus intenciones.
—Hablas con una audacia que no te corresponde, Iris, como si estuvieras en posición de exigir algo. Esa es la primera impresión que me das, y déjame decirte que no es favorable, no es algo que aprecie —dijo Darius con voz baja y peligrosa, su tono despectivo.
Los labios de Iris temblaron apenas un instante, una muestra de su vulnerabilidad, antes de recuperarse, antes de que volviera a tomar el control. No iba a ceder ante su intimidación, no se dejaría amedrentar.
—No estoy aquí para exigirte nada, Darius, no soy tan estúpida. Sino para ofrecerte algo que no puedes ignorar, algo que te beneficiará. Mi conocimiento sobre los líderes del clan Luna Plateada, sus debilidades y sus lealtades, y sobre los Velkan, sus planes y sus conspiraciones, puede serte de gran utilidad. Con mi ayuda, podrías consolidar tu control sobre estas tierras mucho más rápido, con menos resistencia —respondió Iris, su voz seductora.