La sala principal del castillo de la Luna Plateada estaba sumida en una tensión que parecía respirar en el aire, una atmósfera opresiva y cargada de presagios. Los pilares grabados con escenas de lobos en movimiento, antaño símbolos de orgullo y tradición, los tapices de terciopelo azul oscuro, que solían evocar nobleza y elegancia, y el trono de piedra blanca y plata, una obra majestuosa que representaba el poderío del clan, eran ahora testigos silenciosos de un evento que marcaría el fin de una era, el ocaso de un linaje.
Thalrik, el antiguo rey del clan Luna Plateada, el hombre que una vez gobernó con mano firme, estaba de pie en el centro del salón, su postura rígida pero derrotada, su mirada perdida y su orgullo hecho añicos. Había agotado hasta la última gota de su poder, había luchado con valentía, pero su fuerza, su astucia y su determinación no fueron suficientes para resistir a Darius, el Alfa de la Sombra Carmesí, imponente como una tormenta desatada, que lo había aplastado sin piedad con su ejército, su astucia y su crueldad.
Los líderes del clan Luna Plateada, otrora figuras de poder y respeto, estaban arrodillados en círculo alrededor del trono, su sumisión forzada y humillante. Algunos miraban al suelo con miedo, su espíritu quebrado, otros con enojo contenido, una ira impotente que hervía en sus venas. Ninguno se atrevía a mirar directamente a Darius, quien estaba sentado en el trono que alguna vez había pertenecido a Thalrik, un trono que ahora reclamaba como suyo. Su capa negra caía sobre los lados del asiento, como un manto de oscuridad, y sus ojos dorados brillaban con una intensidad feroz, como llamas en la noche, una mirada penetrante que parecía perforar el alma de quien osara enfrentarlo.
Thalrik permanecía de pie, desafiante en su derrota, negándose a mostrar debilidad, pero sus labios temblaban incontrolablemente con cada palabra que intentaba pronunciar, su voz un hilo de voz quebrada.
—Esto es un acto de barbarie, Darius, una profanación de todo lo que este clan representa. Este castillo es mío, construido por mis antepasados. Este trono es mío, un símbolo de mi derecho a gobernar. Tú no eres un rey, no tienes derecho a estar aquí —dijo Thalrik, su voz cargada de amargura y desesperación.
Darius se inclinó ligeramente hacia adelante en su trono, un gesto sutil pero amenazante que hizo que el aire en el salón se sintiera más pesado, más opresivo. Su mirada recorrió a Thalrik con una frialdad implacable, como si estuviera evaluando lo insignificante que era para él, como si su existencia fuera una mera molestia.
—Ya no es tuyo, Thalrik —dijo Darius, su voz baja pero cortante, como el filo de una espada—. Este trono, este castillo, este clan... ahora me pertenecen, y lo serán mientras yo lo decida. No porque yo lo haya tomado por la fuerza, aunque eso también es cierto, sino porque tú lo has perdido, porque fuiste demasiado débil para retenerlo.
La crueldad en sus palabras, la frialdad en su tono, fue como un látigo que golpeó el orgullo herido de Thalrik, destrozándolo por completo. El antiguo rey apretó los puños con rabia impotente, sus nudillos blancos, pero no se movió, sabiendo que cualquier resistencia sería inútil. Entonces, Darius levantó una mano con un gesto autoritario, y señaló a los líderes del clan Luna Plateada que estaban arrodillados, sus cuerpos temblando de miedo.
—Inclínense todos. Inclínense ante vuestro nuevo rey, ante vuestro Alfa. Y que esto sirva como una advertencia para todos ustedes: quien se atreva a levantar la voz contra mí, quien ose desafiar mi autoridad, enfrentará las mismas consecuencias, el mismo destino, que Thalrik —ordenó Darius, su voz resonando en el salón con una autoridad indiscutible.
Los líderes intercambiaron miradas nerviosas, sus rostros pálidos de terror, antes de bajar la cabeza con sumisión y tocar el suelo frío con sus rodillas, aceptando su derrota, renunciando a su libertad. El sonido del terciopelo del tapiz bajo ellos llenó el salón, un murmullo de resignación, mientras uno por uno se arrodillaban, sellando su destino. Darius, satisfecho con su demostración de poder, dirigió su atención nuevamente hacia Thalrik.
—Inclínate, Thalrik. Inclínate ante mí, o no tendrás el privilegio de vivir para ver cómo tu clan, tu legado, se somete por completo a mi voluntad, cómo se arrastra a mis pies —dijo Darius, su voz un susurro cargado de una amenaza palpable.
Por un momento, Thalrik consideró desafiarlo, oponerse a su voluntad, pero la mirada en los ojos de Darius, fría e implacable, lo detuvo. No era la mirada de un hombre, no era una mirada humana; era la de un depredador listo para destrozar, una bestia salvaje que no conocía la piedad. Finalmente, con movimientos rígidos y dolorosos, como si cada articulación se negara a obedecer, Thalrik bajó la cabeza, su cuerpo temblando de rabia y humillación, y se arrodilló, rompiendo el último vestigio de su orgullo, el último resquicio de su dignidad.
Darius, con una sonrisa fría y triunfante, se levantó de su trono, su figura imponente dominando el salón una vez más, y observó a los presentes con una satisfacción cruel.
—Desde este momento, soy vuestro rey, y ustedes me pertenecen. Y no habrá lugar para la debilidad, para la desobediencia, para la insubordinación en mi reino, en mi dominio —declaró Darius, su voz resonando con una autoridad indiscutible.
El Jardín como Escenario
Horas después de la proclamación, cuando la oscuridad se había apoderado del castillo, el silencio se había vuelto aún más inquietante, y el miedo se había instalado en cada corazón, el castillo había caído en un silencio opresivo, una calma tensa que presagiaba la tormenta. Lyanna, ahora oficialmente la Luna del Rey, la reina consorte de un tirano, se había retirado al jardín, buscando un momento de paz, un respiro de la opresión, lejos de los pasillos llenos de susurros y miradas cargadas de resentimiento, lejos de la presencia sofocante de Darius.