Ese dia Darius estaba recorriendo el castillo, se detuvo y observó la escena desde la sombra del arco, su mandíbula cuadrada tensa como una piedra. Lyanna, su esposa, la mujer que había tomado por la fuerza para consolidar su poder como el nuevo rey de Sombra Carmesí y Luna Plateada, sonreía mientras conversaba con Adrian, su exprometido. Sus ojos azules, normalmente llenos de una luz suave, brillaban al interactuar con el príncipe. Cada gesto de Adrian, cada inclinación de cabeza, era para Darius, con sus penetrantes ojos dorados, una afrenta directa a su autoridad y posesión. No podía escuchar sus palabras, pero la calidez en la expresión de Lyanna, la forma en que sus ojos azules se encendían al hablar con el hombre al que una vez estuvo destinada, encendieron una furia helada en su interior. No se le ocurrió ni por un instante que Lyanna pudiera estar rechazando las atenciones del otro hombre. En su mente, ella simplemente añoraba un pasado que él había destruido.
Sin mediar palabra, con la rabia ciega apoderándose de él, Darius, con sus imponentes dos metros de altura y su físico musculoso, irrumpió en la escena.
Agarró a Lyanna por la cintura, levantando su cuerpo de piel blanca como la nieve sin esfuerzo sobre su hombro como si fuera un saco. La sorpresa y el sobresalto se reflejaron en el rostro de Adrian, quien seguramente recordaba el poderío del ahora rey.
Darius, con su cabello negro azabache cayendo ligeramente sobre su frente en contraste con sus ojos dorados, no le dedicó ni una mirada, su único objetivo era reclamar lo que consideraba suyo. Con Lyanna forcejeando y protestando en su hombro, la llevó a zancadas hacia sus aposentos, ignorando las miradas curiosas y los murmullos de los miembros de su manada.
Una vez dentro de su habitación, la arrojó sobre la cama con una violencia que la hizo jadear. Antes de que pudiera siquiera incorporarse, él cayó sobre ella, inmovilizándola con su peso. El terror, más profundo ahora sabiendo que no había escapatoria de su esposo cruel, se apoderó de Lyanna. Había crecido sabiendo que su destino era Adrian, se había preparado mentalmente para una vida a su lado, pero la realidad de tener a Darius, el hombre que la había despojado de su futuro y la había tomado como trofeo, aprisionándola, era aterradora. Su cuerpo temblaba incontrolablemente, y para el deleite cruel de Darius, él lo notó.
Se inclinó y la besó con una ferocidad posesiva, un castigo por su osadía de hablar con otro hombre. No fue el beso suave y esperado que había imaginado para su noche de bodas con Adrian. Un gemido de dolor escapó de sus labios cuando sintió los dientes de Darius morderlos, el sabor metálico de la sangre inundando su boca. Él se apartó, sus ojos dorados brillando con una satisfacción oscura, la del depredador marcando a su presa, pero también con algo más, una intensidad cruda que Lyanna no pudo descifrar.
Para su asombro, Darius se levantó. Ella lo miró confundida, sin entender qué había provocado ese cambio repentino en su esposo cruel.
—Estás castigada — gruñó él, su voz áspera y llena de autoridad real. —No saldrás de esta habitación. Aprenderás tu lugar, Lyanna—.
Lyanna lo miró sin comprender, sus labios hinchados y doloridos, un recordatorio constante de su brutalidad. Darius caminó hacia la puerta y, sin mirarla, ordenó a los dos guerreros apostados afuera, leales a su rey, que custodiaran la entrada.
Lyanna se llevó una mano temblorosa a los labios, sintiendo el latido punzante y la amarga realidad de su forzado matrimonio.
**Darius**
La furia lo consumía, alimentada por la visión de Lyanna con Adrian. Su esposa, con su distintivo cabello plateado que lo había cautivado desde el primer momento en que la vio, hablando con su antiguo prometido. Era una afrenta intolerable a su poder como Alfa y como rey. El sabor de su sangre, aunque lo había excitado de una manera perturbadora, también había intensificado su posesividad. Lyanna era suya, la había tomado, y nadie, ni siquiera el recuerdo de su pasado, se la arrebataría.
Con un rugido sordo, estrelló su puño contra la mesa de roble, una descarga de la rabia que lo carcomía.
—¡Kael!—bramó. Su beta apareció casi al instante, su cabello negro azabache siempre atado hacia atrás con una precisión implacable, su rostro marcado por la cicatriz que cruzaba su mejilla derecha. Sus ojos grises como tormentas de invierno se posaron en su Alfa con una frialdad implacable. —Envía por las lobas. Todas ellas. Que sepan que su rey tiene necesidades.—
Kael asintió, aunque una sombra de inquietud cruzó sus fríos ojos grises. Sabía a qué mujeres se refería Darius, las que calentaban su cama sin significar nada más que una liberación temporal de sus impulsos. Una sonrisa cruel, que no llegaba a sus ojos, se curvó en sus labios. Siempre disfrutaba viendo a su Alfa reafirmar su dominio.
—Lyanna jamás tendrá poder sobre mí —se dijo Darius, con una determinación feroz. Era una simple reacción carnal, una necesidad que debía satisfacer para mantener su control. La controlaría, la doblegaría, y le mostraría quién era el verdadero dueño.
Más tarde esa noche, Kael informó discretamente que las mujeres habían llegado y estaban instaladas en las habitaciones cercanas, tal como Darius había ordenado. Una sonrisa sombría, carente de verdadera alegría, se extendió por el hermoso rostro de Darius. Esta noche saciaría su necesidad y demostraría, tanto a Lyanna como a sí mismo, que ella no era más que una posesión.