Al día siguiente, después de despedir a las lobas, Darius convocó a Kael a sus aposentos. Su beta entró con la habitual compostura, su cabello negro azabache perfectamente recogido, sus ojos grises como tormentas de invierno observando a su Alfa con una lealtad inquebrantable. Sin embargo, Darius aún recordaba la noche anterior, la forma en que Kael había mirado a Lyanna, y una punzada de celos, una emoción nueva y perturbadora, lo atenazaba.
—Alfa, ¿me has llamado?
Darius lo observó con detenimiento, buscando en sus ojos grises algún rastro del deseo que había creído ver la noche anterior.
—Kael —comenzó Darius, su voz peligrosamente tranquila—. Anoche... en los aposentos de la Reina. Te vi.
Kael mantuvo la compostura, aunque una sombra sutil cruzó sus ojos.
—Mi Alfa —comenzó Kael, su voz grave y respetuosa, aunque con un toque de firmeza—. Anoche, cuando usted ordenó que no se le llevara comida a la Reina, yo... yo sentí que era mi deber asegurarme de que comiera algo. Lo hice a sus espaldas, Alfa, lo admito
Darius apretó la mandíbula. No era la desobediencia de Kael lo que lo molestaba, sino el recuerdo de la mirada en sus ojos. Kael era guapo, de eso no había duda. Su cabello negro azabache, sus ojos grises como tormentas y esa cicatriz que le daba un aire de guerrero curtido atraían las miradas de muchas lobas en Luna Plateada. Darius lo había notado, las miradas furtivas, los susurros ahogados cuando Kael pasaba. Nunca le había importado. Kael era su beta, su mano derecha, leal hasta la médula.
Pero la visión de Kael mirando a Lyanna, su esposa, con ese brillo lascivo en sus ojos, había encendido una llama fría en el pecho de Darius. Era una posesividad visceral, exacerbada por la reciente unión Alfa-Luna que el simple beso había sellado. La idea de que otro hombre, incluso su propio beta, deseara a Lyanna lo llenaba de una furia sorda.
—Vi algo más, Kael —insistió Darius, su tono endureciéndose—. Vi la forma en que la mirabas.
Un silencio incómodo se instaló entre ellos. Kael, siempre leal, sabía que debía elegir sus palabras con cuidado.
—Mi Reina es una mujer hermosa, Alfa. Es natural admirar su belleza. Pero mi lealtad hacia usted es inquebrantable.
—Admiración y deseo son dos cosas muy diferentes, Kael —replicó Darius, el tono de su voz endureciéndose—. Lyanna es mi esposa. Y ese tipo de mirada... no la toleraré de nadie, mucho menos de mi beta.
Kael bajó la cabeza, su orgullo herido por la acusación, pero su lealtad intacta.
—Alfa, juro por la Luna y por mi lealtad a nuestra manada que jamás he cruzado la línea del respeto hacia la Reina. Lo que vio anoche fue quizás la sorpresa ante su belleza, o la pena por su situación. Nada más.
Darius lo observó fijamente durante un largo momento, intentando discernir la verdad en sus palabras. Confiaba en Kael, siempre lo había hecho. Pero la punzada de celos era un veneno que nublaba su juicio.
—Recuerda tus palabras, Kael —advirtió Darius, su voz aún cargada de amenaza—. Lyanna es intocable. Para todos. Y si alguna vez vuelvo a percibir ese... deseo en tus ojos hacia ella, olvidaré todos los años de lealtad que me has brindado. ¿Me entiendes?
—Perfectamente, mi Alfa —respondió Kael, su voz firme y sin vacilación—. Jamás volverá a ocurrir.
Darius asintió, aunque la duda persistía como una sombra en su mente. Los celos eran una emoción nueva y desagradable, una debilidad que no esperaba sentir, y menos aún hacia la mujer que había tomado por conveniencia. Lyanna, sin proponérselo, estaba removiendo cimientos en su interior que él creía inamovibles. Y esa incertidumbre, esa pérdida de control, lo enfurecía aún más.