El Castillo de Plata se alzaba majestuoso sobre la próspera ciudad de Xanthos. Sus torres de piedra gris, bañadas por la luz del sol naciente, dominaban el horizonte, un símbolo imponente del poderío de la manada Luna Plateada, ahora bajo el reinado de Darius.
Dentro de sus muros, la tensión entre Darius y Lyanna persistía, un eco silencioso de la lucha de voluntades que se libraba entre ellos. La conversación con Kael había dejado un poso amargo en el paladar de Darius. Aunque confiaba en su beta, la punzada de celos y la necesidad de reafirmar su dominio sobre Lyanna lo habían inquieto.
En un intento por encontrar un equilibrio, o quizás para poner a prueba el incipiente pacto de conveniencia que comenzaba a formarse entre ellos, Darius tomó una decisión inesperada.
—Lyanna —dijo una mañana, encontrándola en el jardín contemplando las rosas que comenzaban a florecer—, hoy daremos un paseo por Xanthos.
Lyanna se giró, sus ojos azules llenos de sorpresa y suspicacia.
—¿Un paseo? ¿Para qué? ¿Para que tu pueblo vea a su reina cautiva?
—Para que tu pueblo vea a su reina —corrigió Darius, su voz firme—. Eres mi esposa, Lyanna. Y como rey, es mi deber que te vean como tal. Xanthos es una ciudad próspera y hermosa, tu ciudad, y quiero que la recorramos juntos.
Xanthos era, en efecto, una joya. Sus calles empedradas serpenteaban entre edificios de piedra blanca, adornados con balcones llenos de flores. El bullicio de los mercaderes ofreciendo sus mercancías, el alegre murmullo de los ciudadanos, el aroma de pan recién horneado y especias exóticas llenaban el aire. Era una ciudad vibrante, llena de vida y prosperidad, un reflejo del poder y la estabilidad que Darius había traído a la región.
El paseo de Darius y Lyanna por Xanthos fue un evento que atrajo la atención de todos los habitantes. Darius, con su imponente presencia, su cabello negro y sus ojos dorados, se movía entre la multitud con la seguridad de un rey amado y respetado. Los ciudadanos se inclinaban ante él, le ofrecían flores y le pedían su bendición.
Lyanna, a su lado, vestida con un elegante vestido de seda verde, caminaba con una dignidad que sorprendía incluso a Darius. A pesar de la tensión que sentía, su porte era regio, pero su trato con la gente era dulce y cercano, muy diferente a la frialdad que le mostraba a él. Los ciudadanos la observaban con cariño y respeto, muchos la saludaban por su nombre, recordando los días en que era la princesa, amada por su calidez y su generosidad. Su belleza pálida y su cabello plateado destacaban entre la multitud, dándole un aire de misterio y elegancia, pero su sonrisa, cuando la ofrecía, era genuina y cálida.
Darius se esforzó por mostrar a Lyanna como su igual, presentándola a los mercaderes más influyentes, a los ancianos de la ciudad, a los niños que se acercaban a saludarla con alegría. La consultaba en decisiones menores, aunque ya tuviera su propia opinión formada, y elogiaba su sabiduría y su linaje.
Lyanna, por su parte, respondía con la cortesía que su posición exigía, pero ahora, sus palabras eran más amables y su sonrisa, aunque medida, era más cálida y sincera. No confiaba en Darius, y la idea de ser usada como una herramienta en sus juegos de poder la repelía, pero no podía negar el cariño que sentía por su pueblo, ni la alegría que le producía verlos felices.
A medida que avanzaba el paseo, algo sutil comenzó a cambiar. Los ciudadanos de Xanthos, al ver a Darius y Lyanna juntos, no veían a un rey cruel y a una reina cautiva. Veían a una pareja real, imponente y poderosa, que irradiaba autoridad y estabilidad, pero también un genuino cariño por su pueblo.
Darius, al observar a Lyanna interactuar con la gente, comenzó a verla bajo una luz diferente. La dulzura y la cercanía con la que trataba a los ciudadanos eran un contraste marcado con la frialdad que le mostraba a él. Le gustaba verla así, sonriente y amable, y comenzaba a comprender por qué su pueblo la amaba tanto.
Percibió el respeto en las miradas de los ciudadanos, el temor reverente en los ojos de algunos, la esperanza en los rostros de otros. Vio la prosperidad de Xanthos, el bullicio de sus calles, la belleza de sus edificios. Y, por primera vez, comenzó a comprender el poder que Darius ostentaba, un poder que, aunque forzado, ahora compartía con ella, y que ella utilizaba con una gracia y un cariño que él nunca había visto en Iris.
Al finalizar el paseo, mientras regresaban al Castillo de Plata, Darius se giró hacia Lyanna. La luz del atardecer doraba sus rasgos, suavizando la dureza de su mandíbula y resaltando el brillo dorado de sus ojos.
—¿Qué te ha parecido Xanthos? —preguntó, su voz suave, pero con un matiz de intensidad que antes no estaba presente.
Lyanna lo miró, sus ojos azules reflejando la luz del atardecer, con una calidez que comenzaba a competir con la cautela.
—Es una ciudad hermosa —admitió, su voz un poco menos fría que de costumbre—. Y la gente... te respetan, pero a mí... me quieren.
—Te quieren —corrigió Darius, una sonrisa sutil curvando sus labios. Era una sonrisa que buscaba suavizar su imponente presencia, una sonrisa dirigida solo a ella—. Y ahora, también te respetan como su reina.
Lyanna frunció el ceño, pero esta vez, no había tanta frialdad en su expresión, sino una mezcla de confusión y una incipiente curiosidad.