La noche de la luna llena y sus consecuencias habían dejado una marca indeleble en el Castillo de Plata. Darius, a pesar de la traición y la violencia, se levantó esa mañana con un humor inusualmente bueno. La consumación de su matrimonio con Lyanna había despertado algo en él, una posesividad y un deseo que lo llenaban de una energía nueva y una sensación de plenitud que jamás había experimentado.
Se encontraba en su despacho, una habitación amplia y lujosa, con paredes de piedra oscura adornadas con tapices que representaban escenas de caza y batallas. Un gran escritorio de roble tallado dominaba el centro, cubierto de mapas y documentos. La luz del sol invernal entraba por los ventanales, iluminando el polvo dorado que flotaba en el aire y resaltando la riqueza de los muebles de madera oscura.
Darius, vestido con una camisa de lino negro y pantalones de cuero ajustados que realzaban su figura musculosa, revisaba algunos documentos cuando la puerta se abrió sin previo aviso.
Iris entró con paso decidido, su cabello rubio cayendo en ondas sobre sus hombros, sus ojos azules brillando con una determinación casi desesperada. Llevaba un vestido de terciopelo verde esmeralda que resaltaba sus curvas, pero que a los ojos de Darius, carecía del elegante porte de Lyanna.
—Darius —dijo Iris, su voz suave y seductora, pero con un deje de urgencia—, necesitamos hablar.
Darius levantó una ceja, pero no mostró sorpresa.
Sabía que Iris no tardaría en intentar acercarse a él.
—¿Sobre qué, Iris? —preguntó Darius, su voz fría y distante.
—Sobre la alianza que podríamos tener —respondió Iris, acercándose a su escritorio, su mirada recorriendo el rostro de Darius con una intensidad que ya no reservaba para Adrian—. Si me hubieras elegido a mí, nadie de Sombra Plateada se habría atrevido a conspirar contra ti. Mi gente me ama, me respeta.
Darius soltó una risa burlona, su mirada dorada recorriendo el rostro de Iris, comparándola involuntariamente con la belleza serena de Lyanna.
—No necesito tu "alianza", Iris. Puedo controlar a mi propia gente. Y no necesito una reina intrigante a mi lado, que solo busca el poder para sí misma.
Iris sonrió con arrogancia, pero en sus ojos había un destello de desesperación.
—No sabes lo que te pierdes, Darius. Podría hacerte feliz de una manera que Lyanna jamás podrá. Adrian es un niño comparado contigo.
Darius se levantó de su silla, su imponente figura eclipsando la de Iris. La atracción que sentía por Lyanna, la posesividad que la luna llena había despertado en él, lo hacían sentir repulsión por la idea de compartir su cama con otra.
—Me gusta ser el único, Iris —respondió Darius, su voz ronca y cargada de una intensidad que la hizo retroceder—. El único en la vida de una mujer... y en su cama. Algo que tú no podrías darme.
La furia brilló en los ojos de Iris, pero Darius no se inmutó.
—Te arrepentirás de despreciarme, Darius —siseó Iris, su voz cargada de veneno—. No encontrarás esa pasión y esa entrega en esa mojigata de Lyanna.
Darius se acercó a ella, su voz baja y peligrosa, pero con un tono de desafío en sus ojos dorados.
—No insultes a mi esposa, Iris. Y no te atrevas a compararte con ella. La Reina es una mujer íntegra, pura, alguien de buen ejemplo. Algo que tú no eres.
Iris retrocedió, sintiendo el poder y la frialdad que emanaban de Darius. Su belleza, que antes la había hecho sentir superior, ahora parecía palidecer ante la presencia del rey.
—No te necesito, Iris —continuó Darius, su voz firme y autoritaria—. No necesito tu alianza. Acabo con mis enemigos con mis propias manos.
Iris, consumida por la rabia y la humillación, apretó los puños.
—Te arrepentirás, Darius. Te arrepentirás de esto.
Darius sonrió, una sonrisa fría que no llegaba a sus ojos, pero que prometía consecuencias.
—Kael —llamó Darius, su voz resonando en el despacho.
Su beta apareció de inmediato, su rostro serio y alerta.
—Acompaña a Iris a sus aposentos —ordenó Darius, su voz cargada de una autoridad que no admitía discusión—. Y asegúrate de que no salga de allí.
Iris lo miró horrorizada, comprendiendo la gravedad de la situación.
—¿Qué? ¡No puedes encerrarme!
—Puedo hacer lo que quiera —replicó Darius, su mirada dorada fija en la de ella, sin una pizca de piedad—. Y si vuelves a desafiarme, el castigo será peor.
Kael tomó a Iris del brazo con firmeza, y ella, aunque furiosa, no tuvo más remedio que obedecer.
Cuando se quedaron solos, Darius se acercó a la ventana, observando los jardines cubiertos de nieve. La luna llena, que había sido testigo de la traición y la violencia, comenzaba a descender en el horizonte.
—Kael —dijo Darius, sin girarse—, lleva esta carta a Valerius.
Kael tomó la carta, que estaba sellada con el emblema de Darius, su rostro inescrutable.
—Espera en sus aposentos hasta que te dé una respuesta —continuó Darius—. Y regresa de inmediato.