La noche cayó sobre el Castillo de Plata, tiñendo el cielo de un azul oscuro salpicado de estrellas. En el gran salón, decorado con tapices oscuros y la luz parpadeante de numerosas velas, se preparaba el escenario para la boda. La tensión era palpable, un silencio expectante que solo era interrumpido por el eco amortiguado de los furiosos gritos que provenían de los aposentos de Iris.
Finalmente, la puerta se abrió con un golpe, y dos guardias arrastraron a una Iris pataleante y vociferante al salón. Su rostro, aunque maquillado con esmero, estaba rojo de rabia y lágrimas. El lujoso vestido de novia color plata que llevaba, adornado con delicados bordados de hilo de luna, parecía una prisión de tela en su cuerpo crispado. Sus ojos azules, antes brillantes de ambición, ahora eran dos pozos de furia.
—¡No me casaré con él! ¡Quiero a Darius! ¡Es un error! ¡Ustedes pagarán por esto! —gritaba Iris, su voz desgarradora resonando en el silencio del salón.
Al final del pasillo, Rylan esperaba, su rostro estoico.
Era un lobo corpulento, con cabello castaño oscuro y ojos grises que transmitían una solidez tranquila. No poseía la belleza imponente de Darius ni el atractivo arrogante de Adrian, pero había una nobleza sencilla en su porte. Miró a Iris acercarse a la fuerza con una expresión inmutable, aceptando su papel en este matrimonio forzado.
Darius y Lyanna se encontraban en un estrado elevado, observando la ceremonia con miradas distintas. Darius mantenía un rostro impasible, pero la dureza en sus ojos dorados era una advertencia silenciosa. Lyanna, a su lado, vestida con un elegante vestido de terciopelo azul noche, observaba a su hermana con una punzada de lástima. Después de todo el daño que Iris había causado, esta era la consecuencia de sus propias acciones.
En una de las bancas, Adara observaba la escena con una satisfacción apenas disimulada. Una leve sonrisa jugaba en sus labios. Finalmente, Iris estaría fuera del camino de Lyanna, y su hija podría construir su propio destino sin la sombra de su hermana.
Adrian, parado cerca de la entrada, observaba a Lyanna con una arrogancia silenciosa. En su mente, la belleza de Lyanna esa noche, su porte regio y la forma en que se erguía junto a Darius, confirmaban lo que él siempre había creído: ella lo amaba en secreto. Estaba convencido de que, en cuanto encontrara la oportunidad de hablar con ella a solas, Lyanna volvería a sus brazos.
El anciano de la manada ofició la ceremonia con palabras solemnes sobre la unión, la lealtad y la paz entre clanes. Iris respondió a sus votos con una voz temblorosa y apenas audible, sin dignarse a mirar a Rylan. Él, en cambio, pronunció sus promesas con firmeza, aceptando su destino con una dignidad silenciosa.
Cuando llegó el momento de sellar el matrimonio con un beso, Iris se mantuvo completamente rígida, sus labios apretados en una mueca de repulsión. Rylan, con una gentileza inesperada, se inclinó y depositó un casto beso en su mejilla. El gesto fue frío y distante, pero selló el pacto ante los ojos tensos de todos.
Al concluir la ceremonia, un silencio incómodo llenó el salón. Darius rompió el silencio con una voz clara y autoritaria.
—Que esta unión traiga paz y estabilidad a nuestras manadas —declaró Darius, su mirada recorriendo a los Velkan y a los miembros de Sombra Plateada—. Que recuerden que mi paciencia tiene límites, y cualquier intento de desestabilizar esta paz será respondido con una fuerza que jamás olvidarán.
Valerius y Seraphina asintieron con gravedad, comprendiendo la amenaza velada en sus palabras. Adrian observó a Lyanna con una intensidad arrogante, esperando el momento oportuno para reclamarla.
La celebración que siguió fue tensa y forzada. Iris se mantuvo apartada, fulminando a todos con la mirada y negándose a dirigir la palabra a Rylan. Él, con una paciencia inagotable, intentaba acercarse a ella con suavidad, ofreciéndole una copa o un gesto de cortesía, pero ella lo rechazaba con desdén.
Lyanna se acercó a Iris al final de la noche, cuando la mayoría de los invitados se habían retirado, dejando a la recién casada sentada sola en una mesa, bebiendo vino con amargura.
—Esto es lo que elegiste, Iris —dijo Lyanna con una frialdad distante, sin rastro de tristeza en su voz.
Iris levantó la mirada, sus ojos azules inyectados en lágrimas y odio.
—¡Tú!
—Tú revolcándote con mi prometido —replicó Lyanna, su voz cargada de un veneno apenas contenido—. Tú intentando robarme a mi esposo. Estas son las consecuencias de tus actos.
Se giró y se alejó, dejando a Iris consumirse en su amargura. Adara la observó marcharse con una sonrisa de triunfo en sus labios.
Darius la esperaba en sus aposentos. La tomó en sus brazos y la besó con una intensidad que encendió una chispa de deseo entre ellos.
—Todo ha terminado —dijo Darius, su voz ronca contra su cabello plateado.
—Por ahora —respondió Lyanna, sintiendo una punzada de incertidumbre, pero también una creciente excitación ante la cercanía de su esposo.
Darius la levantó en sus brazos y la llevó hacia la cama. La luz de la luna menguante se filtraba por las ventanas, iluminando sus cuerpos entrelazados. Sus besos se volvieron más profundos, sus manos explorando cada curva, cada centímetro de piel.