El Dominio de Darius

Capítulo 24: Cenizas y Realidades

Al amanecer del día siguiente, un carruaje esperaba en el patio del Castillo de Plata. Los baúles de Iris, repletos de sus pertenencias, ya estaban asegurados en la parte trasera. La joven Velkan salió del castillo con el rostro hinchado y los ojos inyectados en sangre, escoltada por Kael hasta el vehículo. Se subió con un movimiento brusco, sin dirigir una mirada a nadie, su furia palpable como un aura oscura.

Rylan subió al carruaje después de despedirse con una formalidad distante de Darius y Lyanna. Durante el trayecto, Iris permaneció en silencio, mirando fijamente por la ventana el paisaje nevado que pasaba. No dirigió ni una palabra a su esposo, su resentimiento hacia él tan grande como su odio hacia Lyanna.

Tras un largo viaje, llegaron a la residencia de Rylan. No era el majestuoso Castillo de Sol Dorado que Iris había imaginado como su futuro hogar. Era una casa sólida y confortable, construida con madera y piedra, rodeada de un terreno boscoso, pero palidecía en comparación con la grandeza de ambos castillos reales. La decepción se grabó en el rostro de Iris al ver su nuevo hogar.

Una vez dentro de la casa, Iris se dirigió directamente a la habitación principal, asumiendo que sería suya. Cuando Rylan la siguió, ella lo fulminó con la mirada.

—Esta es mi habitación —declaró Iris con arrogancia.

Rylan la miró con una calma sorprendente.

—Nuestra habitación, Iris —corrigió, su voz firme—. Somos esposos.

—¡Esposos a la fuerza! ¡Yo soy una princesa! —espetó Iris, su furia finalmente encontrando un objetivo directo.

Por primera vez desde la boda, Rylan respondió con una franqueza cortante.

—Tu padre reinó. Ahora reina Darius. Tus títulos no significan nada aquí. Y yo tampoco tuve elección en este matrimonio. Me tocó una esposa sin moral ni escrúpulos, pero soy leal a mi manada.

Iris lo miró con desprecio.

—¡Tú eres un simple Delta! ¡Un plebeyo!

Rylan sonrió con ironía.

—El reinado de tu padre está en ruinas, princesa. Pon los pies sobre la tierra.

Señaló una puerta al final del pasillo.

—La cocina está allí. Supongo que tendrás hambre.

Iris lo miró horrorizada.

—¿Cocinar? ¡Yo no sé cocinar! ¡Para eso hay sirvientes!

Rylan se encogió de hombros.

—Yo trabajo y traigo el pan a la mesa. Aquí no hay sirvientes que yo pague. Aprenderás.

Un grito de pura furia escapó de la garganta de Iris.

Esta no era la vida que había imaginado, no era el poder que creía merecer. Su odio hacia Lyanna creció con una intensidad renovada. El trono de Sombra Plateada debió ser suyo. Ella debió ser la reina, viviendo en un castillo, no en esta humilde casa, casada con un simple Delta. La venganza comenzó a sembrar una semilla oscura en su corazón.

**********

Consumida por la frustración y la incapacidad de doblegar a Rylan, Iris urdió un plan desesperado.

Con el pretexto de visitar a su familia, logró que Rylan la escoltara hasta las fronteras del territorio de Sol Dorado. Una vez allí, y aprovechando un momento de distracción de su esposo, huyó, dejando atrás la modesta casa y el matrimonio que tanto detestaba.

Llegó al Castillo de Sol Dorado hecha un andrajo, con la ropa sucia y el cuerpo dolorido por el viaje.

Con la arrogancia intacta, exigió audiencia con el príncipe Adrian. Después de una espera humillante de casi tres horas en el frío salón de recepción, Adrian finalmente accedió a recibirla.

El príncipe la recibió en su salón de audiencias, un espacio opulento decorado con tapices dorados y esculturas de lobos rampantes. Adrian estaba sentado en un sillón de ébano tallado, su rostro frío y distante, sin rastro de la antigua pasión que alguna vez le había profesado.

—¿Qué deseas, Iris? —preguntó Adrian, su voz gélida.

—He venido a pedirte ayuda —respondió Iris con altivez, ignorando el tono de Adrian—. Ese inútil esposo que me han impuesto no puede pagar sirvientes. Exijo que envíes algunos a mi casa.

Adrian soltó una risa fría, carente de humor.

—Tu petición es denegada, Iris. Eres la esposa de un Delta Velkan, una más del clan. Aquí no tienes ningún privilegio. Eres una simple plebeya ahora.

La furia recorrió el rostro de Iris. Caminó con determinación hacia el estrado donde Adrian estaba sentado, con la intención de acercarse a él, de recordarle los viejos tiempos. Sin embargo, dos lobos fornidos, guardianes personales del príncipe, se interpusieron en su camino, impidiéndole avanzar.

—¡Soy la princesa de Sombra Plateada! —exclamó Iris con rabia, su voz temblorosa de indignación—. ¡Tu mujer durante dos años!

Adrian la miró con una arrogancia que la hizo retroceder.

—Sombra Plateada no tiene ninguna princesa, Iris. Solo una reina. Una reina que perdí por tu maldita culpa.

Sus ojos azules se llenaron de una rabia fría y calculada.

—Tú eres la única culpable de lo que pasó entre Lyanna y yo. Te metiste en nuestra relación, y lo que te está pasando te lo mereces.




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