La espalda de Iris ardía con cada latigazo, el dolor físico apenas comparable a la punzada de humillación que la atravesaba. Cada golpe era un recordatorio de su caída, de la princesa arrogante convertida en una simple plebeya a merced de la crueldad de Adrian. Cuando finalmente la soltaron, cayó al suelo, sollozando amargamente en el polvo del patio. Los guardias la observaron con frialdad antes de marcharse, dejándola sola con su dolor y su rabia.
Con el cuerpo magullado y el orgullo destrozado, Iris se arrastró fuera del Castillo de Sol Dorado, su mente nublada por el odio y la sed de venganza. Ya no anhelaba el afecto de Adrian; su desprecio había extinguido cualquier vestigio de amor que pudiera haber sentido. Ahora, solo quedaba un deseo oscuro y obsesivo: destruir la felicidad de Lyanna y arrebatarle todo lo que tenía, incluyendo a Darius.
Mientras Iris maldecía su destino y planeaba su retorno a la casa de Rylan, este, al darse cuenta de su ausencia, se transformó en su forma de lobo, un imponente animal de pelaje oscuro, y siguió sus rastros. La encontró cerca de la frontera, débil y apenas consciente. Sin decir una palabra, Rylan en su forma lupina se acercó a Iris en su forma humana, la levantó con cuidado entre sus fauces y la depositó suavemente sobre su lomo, notando las marcas de los azotes en su espalda. La cargó así sobre su espalda de lobo para llevarla de vuelta a su hogar. El viaje de regreso fue silencioso, la furia de Iris agotada por el dolor y la humillación.
De vuelta en la modesta casa de Rylan, Iris yacía en la cama, su espalda vendada y su rostro crispado por el dolor. Rylan entró en la habitación, su expresión estoica.
—¿Por qué fuiste? —preguntó Rylan, su voz tranquila pero directa.
Iris lo miró con resentimiento.
—Fui a pedir lo que me pertenece por derecho.
—Aquí no tienes derechos, Iris —respondió Rylan con firmeza—. Eres mi esposa. Y has deshonrado a mi manada y a mí con tu comportamiento.
—¡Tú eres nadie! —espetó Iris con desprecio—. ¡Un simple Delta!
Rylan suspiró, resignado.
—Quizás. Pero soy tu esposo. Y te quedarás aquí.
Los días que siguieron fueron tensos. Rylan cuidó de las heridas de Iris con una frialdad distante. Ella, por su parte, se sumió en un silencio amargo, su odio hacia Lyanna y Darius creciendo con cada día que pasaba.
**********
En el Castillo de Plata, Lyanna se encontraba en la oficina destinada a la reina, un espacio elegante y luminoso con vistas a los jardines nevados. Revisaba algunos documentos cuando su madre, Adara, entró con una expresión grave.
—¡Madre! —se pone de pie y abraza a su madre, la extrañaba, solo la veia de largo, los guardias bajo las ordenes de Darius, no dejaban que nadie se le acercará, pero todo estaba cambiando—. Lamento el sufrimiento por el que debes estar pasando, por Iris.
Adara suspiró y se acercó a la ventana, mirando la nieve que comenzaba a caer.
—Hay algo que debo contarte, hija. Algo que debiste saber hace mucho tiempo. Iris... Iris no es mi hija.
Lyanna la miró sin comprender, el desconcierto reflejado en sus ojos azules.
—¿Qué dices, madre?
Adara se giró, su rostro lleno de una tristeza antigua.
—Cuando Thalrik y yo nos casamos, él... él ya tenía una amante. Y esa mujer... tuvo una hija. Iris. Thalrik me pidió que la criara como si fuera mía. Lo hice, Lyanna, porque amaba a tu padre. Perdoné su infidelidad y crié a la hija de su amante.
Adara se puso de pie, su mirada ahora firme.
—Llegué a querer a Iris, a pesar de todo. Pero su crueldad hacia ti, su ambición desmedida... eso la hizo detestable a mis ojos. Tú eres la heredera legítima de Luna Plateada, Lyanna. Iris solo pensaba en subir al trono como la amante de Adrian. Y tu padre... él tiene la culpa de todo esto. Nunca detuvo a Iris, nunca la corrigió.
Lyanna se quedó en silencio, procesando la衝撃ante revelación. La indiferencia de su padre, el trato preferencial hacia Iris... todo cobraba ahora un nuevo significado.
—Siempre te he amado, Lyanna —continuó Adara, acercándose a su hija y tomando sus manos—. Tú eres mi hija, la hija de mi vientre. Y siempre te protegeré.
Un nudo se formó en la garganta de Lyanna. Miró a su madre conmovida, comprendiendo el sacrificio que había hecho durante tantos años.
—Gracias, madre —susurró Lyanna, las lágrimas asomando a sus ojos.
En ese momento, un guardia llamó a la puerta, anunciando la llegada de un mensajero de las fronteras. La conversación entre madre e hija quedó interrumpida, pero el vínculo entre ellas se había fortalecido en esa dolorosa verdad. El futuro, sin embargo, seguía siendo incierto, con amenazas acechando en la oscuridad y viejas heridas aún sin cicatrizar.