La noticia golpeó a Darius con la fuerza de un puño. Valerius. El nombre resonó en la quietud de su despacho, cargado de un significado oscuro y largamente enterrado. Años de preguntas sin respuesta, de rabia contenida, encontraron un rostro, un culpable.
—¿Estás seguro, Kael? —preguntó Darius, su voz ahora un susurro peligroso, mientras sus garras emergían ligeramente de sus dedos—. Valerius... el alfa de los Velkan.
—El sanador no fue el único, mi rey —respondió Kael, su rostro reflejando la gravedad del descubrimiento—. También he hablado con la anciana Elara, quien sirvió a su padre. Ella recuerda la cicatriz de Valerius y también... un amuleto peculiar que su padre llevaba esa noche. Un amuleto que desapareció tras su muerte y que Elara vio en posesión de un guerrero Velkan cercano a Valerius poco después.
La furia fría recorrió las venas de Darius. La imagen de su padre, fuerte y justo, cayendo bajo las garras traicioneras de Valerius, lo consumía. La necesidad de justicia, alimentada por el recuerdo de la tortura infligida a su padre con plata, era una llama voraz.
—Debo confrontarlo —dijo Darius finalmente, su voz firme, imbuida de una determinación inquebrantable—. Debo mirar a los ojos al lobo que asesinó a mi padre y que sembró discordia entre nuestras manadas durante años.
La decisión fue tomada con la rapidez y la certeza de un depredador. Darius envió un mensaje urgente a Adrian Velkan, solicitando una reunión inmediata con su padre bajo una pretensión diplomática relacionada con las tensiones fronterizas. La respuesta llegó con una cautela arrogante, pero Valerius accedió.
El encuentro tuvo lugar en la frontera entre ambos territorios, un claro nevado y desolado, azotado por un viento helado. Darius llegó acompañado de Lyanna, Kael y un grupo imponente de guerreros Sombra Carmesí, sus ojos brillantes con una lealtad feroz y un respeto temeroso hacia su rey. La presencia de Lyanna a su lado era una declaración silenciosa de su unidad y su determinación de presenciar la verdad. Valerius apareció con Adrian y su propia escolta, su rostro curtido mostrando una mezcla de suspicacia y la habitual altivez.
—Rey Darius —saludó Valerius, su voz áspera como la piedra—. ¿A qué debemos esta repentina reunión? Creí que nuestros mensajeros estaban lidiando con los asuntos de la frontera.
—Hay asuntos más urgentes que deben ser tratados, Alfa Valerius —respondió Darius, su mirada dorada clavada en el rostro de su enemigo sin mostrar emoción alguna—. Asuntos que se remontan a mucho tiempo atrás. A la noche en que mi padre fue asesinado.
La arrogancia de Valerius vaciló ligeramente. Adrian observó la tensión creciente entre los dos alfas con creciente inquietud.
—¿Qué tiene que ver ese viejo asunto con nosotros ahora? —replicó Valerius, su voz ahora más defensiva.
—Tiene que ver contigo entonces, Valerius —acusó Darius, su voz cargada de un veneno helado—. Un lobo ambicioso, con una cicatriz distintiva bajo el ojo izquierdo. ¿Te suena familiar?
El rostro de Valerius palideció visiblemente. Los guerreros Sombra Carmesí rodearon al grupo Velkan, sus ojos fijos en su alfa con una amenaza silenciosa.
—Son acusaciones graves, joven rey —gruñó Valerius—. No tienes pruebas de tales difamaciones.
—Las tengo —dijo Darius, su voz ahora firme como el acero—. Tengo el recuerdo de un niño, borroso pero persistente. Y tengo el testimonio de la anciana Elara, una loba respetada por su sabiduría y su memoria. Ella recuerda tu cicatriz y también... esto.
Darius sacó un pequeño amuleto de cuero trenzado, adornado con una piedra oscura y peculiar. Varios ancianos de ambas manadas jadearon al verlo. Era el amuleto que el padre de Darius siempre había llevado.
—Este amuleto desapareció la noche en que mi padre murió —continuó Darius, su voz cargada de una tristeza fría—. Elara lo vio en posesión de uno de tus guerreros poco después. Ahora, Alfa Valerius, los guerreros Sombra Carmesí te harán arrodillarte.
Ante la mirada horrorizada de Adrian y la impotencia de sus guerreros, los lobos Sombra Carmesí obligaron a Valerius a doblar las rodillas. Lo empujaron hacia adelante, con un brazo retorcido hacia atrás, su rostro casi mordiendo la nieve helada. Valerius gruñó de rabia y humillación.
Entonces sintió el peso de una bota sobre su cabeza, la presión aumentando lentamente. Oyó un crujido seco y agudo: el hueso de su brazo cediendo bajo la fuerza implacable. Un aullido de dolor escapó de su garganta. La humillación frente a su clan y a su hijo era insoportable. Sus manos se crisparon, sus uñas se alargaron, su cuerpo comenzó a temblar, preparándose para la transformación.
Pero antes de que pudiera completar el cambio, Darius hundió un objeto plateado y afilado en su espalda. No era una bala, sino una estaca de plata, imbuida de un poder que impedía la transformación total. Un aullido aún más desgarrador resonó en el claro mientras la plata quemaba su carne.
Darius observaba con una expresión dura, sus ojos dorados fríos como el hielo. El recuerdo de su padre, torturado con plata hasta vomitar sangre y morir, lo endurecía ante el sufrimiento de Valerius.
—Ahora, Alfa Valerius —dijo Darius, su voz baja y amenazante—. Confiesa. Di que mataste a mi padre.
Valerius, doblegado por el dolor insoportable de la plata y la humillación de su derrota, finalmente cedió.