El Dominio de Darius

Capítulo 28: Ajuste de Cuentas y Votos de Amor

El jadeo entrecortado de Valerius fue la única respuesta que Darius necesitó. Su rostro, bañado en la pálida luz invernal, no mostraba piedad. La sentencia ya estaba dictada en su mirada dorada, y los ancianos de ambas manadas, testigos silenciosos de la confesión forzada, asintieron con gravedad. La justicia, aunque tardía y brutal, debía cumplirse.

—Cazaste a mi padre como si fuera una presa inferior, Valerius —dijo Darius, su voz fría como el acero—. Negaste su linaje, su honor. Ahora probarás el filo de la justicia que negaste.

Con un movimiento rápido y despiadado, Darius desenvainó una espada de obsidiana, su filo oscuro brillando con una promesa de muerte. No hubo súplicas, ni arrepentimiento genuino en los ojos de Valerius. Su orgullo, incluso en la derrota, seguía siendo palpable. En un instante, la espada descendió, poniendo fin a la vida del alfa Velkan. Su cuerpo cayó inerte sobre la nieve teñida de rojo, un símbolo sombrío del precio de la ambición y la traición.

Darius limpió la hoja en el pelaje de Valerius, su rostro impasible. Luego, su mirada dorada se posó en Adrian, cuyo rostro reflejaba una mezcla de horror y una incipiente comprensión del poder de Darius.

—La deuda ha sido saldada, príncipe Adrian —dijo Darius, su voz helada—. Pero escucha mis palabras.

Si la manada Sol Dorado intenta levantarse en contra de Sombra Carmesí y Luna Plateada, si buscan venganza por lo que ha ocurrido hoy, todos tendrán el mismo fin que tu padre. No habrá piedad.

Adrian no respondió. Sus ojos, llenos de un dolor profundo, se posaron en Lyanna. Esperaba ver en su rostro terror, quizás incluso un atisbo de lástima por el hombre al que había conocido desde niña. Pero Lyanna permanecía como una estatua de hielo, su expresión impávida, sus ojos azules fríos y distantes. Había presenciado la muerte de Valerius sin inmutarse, la memoria de sus propias heridas y la amenaza que él representaba aún demasiado vívidas.

Un escalofrío recorrió la espalda de Adrian. Ella debió ser suya. Su belleza, su fuerza silenciosa... todo se había perdido por su propia arrogancia y por la traición de Iris. Ahora, Lyanna pertenecía al rey más cruel y sanguinario que jamás había conocido.

Un dolor agudo punzó el corazón de Adrian, un remordimiento tardío por la oportunidad que había desperdiciado.

Darius tomó la mano de Lyanna, su toque firme pero suave. Juntos, se giraron y abandonaron el claro nevado, dejando atrás el cuerpo sin vida de Valerius y la silenciosa amenaza de la manada Velkan.

**********

De vuelta en sus aposentos, la tensión de los eventos del día aún flotaba en el aire. Darius tomó a Lyanna en sus brazos, buscando consuelo y estabilidad en su presencia.

—Todo ha terminado —dijo Darius, su voz ronca, el peso de sus acciones palpable.

Lyanna lo abrazó con fuerza.

—Lo sé, mi rey.

En ese momento, dejando atrás la sangre y la venganza, Darius se arrodilló ante Lyanna, tomando sus manos entre las suyas. Sus ojos dorados brillaban con una intensidad diferente, una mezcla de amor y vulnerabilidad que nunca antes había mostrado.

—Lyanna —comenzó Darius, su voz cargada de una emoción profunda—. Llegaste a mi vida como una obligación, una pieza en un juego de poder. Pero en este tiempo, bajo esta luna, has despertado en mí algo que creía muerto. Eres mi fuerza, mi reina, la luz en mi oscuridad. Te amo, Lyanna. Con cada parte de mi ser.

Lágrimas brillaron en los ojos azules de Lyanna.

—Y yo te amo, Darius —respondió ella con una sinceridad abrumadora—. Llegaste a mí como un tormento, pero has demostrado ser más de lo que jamás imaginé. Eres mi rey, mi protector, mi amor.

Sus votos, pronunciados bajo la atenta mirada de la luna, sellaron un nuevo pacto entre ellos, uno basado en el amor y la lealtad mutua, forjado en medio de la traición y la venganza.

**********

Tras la ejecución de Valerius, un silencio cargado de incertidumbre se cernió sobre las relaciones entre Luna Plateada y los Velkan. Adrian, ahora el Alfa de una manada herida y humillada, envió una delegación al Castillo de Plata.

—Rey Darius —dijo Adrian, su voz grave y desprovista de la arrogancia de antaño, frente al imponente rey—. Vengo en busca de una tregua. Reconozco la justicia de tu acción, aunque el dolor por la pérdida de mi padre aún sea reciente. Propongo una nueva alianza, basada en el respeto mutuo y la estabilidad de la región. La sangre ya ha corrido demasiado entre nuestras manadas.

Darius miró a Adrian con una frialdad calculadora, aunque Lyanna a su lado asintió suavemente.

—Acepto tu propuesta, Adrian —respondió Darius, su voz helada—. Pero recuerda bien lo que ocurre a aquellos que osan traicionar mi confianza o la seguridad de mi reino. La paz se mantendrá mientras recuerdes esta lección.

En el Castillo de Plata, el peso del pasado comenzaba a levantarse. Thalrik, consumido por la culpa y el remordimiento, finalmente se atrevió a buscar a su hija. La encontró en la sala del trono, ahora irradiando una serenidad y una fuerza que él nunca le había reconocido plenamente.

——Lyanna, hija —comenzó Thalrik, su voz temblorosa y cargada de una humildad dolorosa—. He vivido en la ceguera del orgullo. El favor que mostré a Iris... fue una injusticia hacia ti. Perdóname.




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