Pasaron varios años en el Castillo de Plata, años donde el amor entre Darius y Lyanna se había tejido profundamente en el tapiz de su reinado. En sus brazos, Lyanna acunaba a sus gemelos, dos pequeños milagros de cabello tan blanco como la luna y ojos tan dorados como el sol, risas que llenaban las antiguas piedras del castillo con una alegría impensable en aquellos primeros días oscuros.
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En la lejana casa de Rylan, la vida de Iris era un torbellino de pañales, pequeñas manos que se aferraban a sus dedos y llantos que resonaban en las paredes. Se miraba al espejo a veces, y apenas reconocía a la princesa altiva que una vez fue. Su cuerpo, marcado por el embarazo constante, había perdido la esbeltez que tanto valoraba, y sus vestidos ostentosos yacían olvidados en el fondo de un baúl.
—Otra vez —susurraba con un deje de cansancio a Rylan, acunando a su recién nacido mientras sus dos hijos pequeños jugaban a sus pies—. ¿Cuándo terminará esto? —su cuerpo pesado por su cuarto embarazo.
Rylan la observaba con una mezcla de ternura y una comprensión profunda. Sabía que, a pesar de sus quejas y su amargura persistente, Iris ya lo amaba.
Sus celos, la forma en que fulminaba con la mirada a cualquier loba que se acercara a él, eran una prueba silenciosa de un afecto que se negaba a admitir. Eso lo hacía feliz, porque en esos años, Rylan se había enamorado profundamente de Iris, de su espíritu indomable y de la ternura que, aunque oculta, comenzaba a florecer en su corazón de madre. Su maternidad, despertada lentamente con cada pequeño cuerpo que dependía de ella, la estaba transformando en una mujer diferente a la que había sido desterrada de Luna Plateada. Aunque sus palabras aún destilaban amargura, sus acciones, la forma en que protegía a sus pequeños, la delataban. En el fondo, Rylan intuía una felicidad incipiente, un contentamiento silencioso que Iris se negaba a reconocer
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En el Castillo de Plata, un mensajero llegó con noticias de las fronteras Velkan.
—Alfa Darius, Reina Lyanna —anunció el mensajero, su voz respetuosa—, el príncipe Adrian envía saludos y reafirma la paz entre nuestras manadas. Su liderazgo ha traído una nueva era de entendimiento.
Darius tomó la mano de Lyanna, sus ojos dorados llenos de un amor tranquilo.
—La paz tiene un precio, mi reina. Pero a tu lado, cualquier precio vale la pena.
—Juntos, mi rey —respondió Lyanna, apoyando su cabeza en su hombro, la certeza de su amor mutuo un faro en la oscuridad.
Y así, la historia de Darius y Lyanna se convirtió en leyenda, contada en los susurros del viento a través de los valles de Luna Plateada.
—Fueron reyes justos y amados —decían los ancianos, sus voces cargadas de sabiduría—. Su amor sobrevivió a la crueldad y la traición, y su legado floreció en una era de paz y esperanza para todos. Los niños de cabello plateado y ojos dorados corrían libres por los jardines del castillo, un testimonio vivo de un nuevo comienzo, de un amor que había conquistado la oscuridad.