El don de Flora (editando)

1.Crystal ✓

Daelyn

Estaba absorta contemplando el bello paisaje de mi jardín desde el balcón cuando, de pronto, alguien llamó a la puerta.

Laura, mi dama de compañía, acudió a abrir. Me giré con suavidad para ver quién era.

Era mi hermana, la princesa Crystal, impecable como siempre, acompañada de su dama de compañía.

—Saludos, princesa Daelyn. He venido a felicitarte por tu compromiso —dijo, con una sonrisa delicada. perfectamente medida.

Respondí con una leve sonrisa. Aunque en mi interior no me sintiera así, debía aparentar alegría delante de ella.

—Te agradezco mucho tus palabras, hermana. Sin embargo, presiento que no has venido únicamente a felicitarme —contesté con calma, procurando mantener un tono cordial.

Su dama, que aguardaba detrás de ella en silencio, se retiró en cuanto Crystal le hizo una sutil señal con la cabeza.

—Déjanos a solas, Laura —pedí suavemente, y ella obedeció.

Nos quedamos frente a frente, el silencio flotando entre nosotras. Yo estaba a punto de hablar, pero Crystal pasó por mi lado con paso elegante. Sentí un leve sobresalto; temía que notara lo que observaba en el jardín.

Me giré hacia ella. Si... estaba en mi balcón.

—¿Aún guardas sentimientos por el caballero Kalel, princesa Daelyn? —preguntó, sin dejar de mirar a lo lejos, con un tono sereno pero inquisitivo.

—Nunca tuve sentimientos por el caballero Kalel —respondí con suavidad, aunque era una mentira piadosa. No confío lo suficiente en ella para compartir algo tan personal.

—Eres encantadora, pero no muy convincente al mentir —replicó con una elegancia casi cortante—. Te daré un consejo, Daelyn: concéntrate en tu compromiso con el príncipe heredero. Te beneficiará ser su esposa, porque cuando los reyes mueran, yo seré quien ascienda al trono y…

—¿Cuando los reyes mueran? —interrumpí, mi voz subiendo sin querer—. ¿Acaso deseas que eso ocurra?

Crystal mantuvo la compostura.

—Todos moriremos algún día, princesa Daelyn…

—Por favor, llámame hermana. ¿Por qué nunca lo haces? —pregunté con un hilo de tristeza.

—Porque no lo eres —respondió con fría claridad—. Onie es mi única hermana.

Sin más, se retiró con la misma gracia con la que había llegado, dejándome sin palabras.

Las lágrimas se acumularon en mis ojos hasta que ya no pude contenerlas. Laura regresó y me abrazó, tratando de reconfortarme.

El cielo, antes despejado, se cubrió de nubes oscuras; la luz se apagó, y el sonido de la lluvia y los relámpagos llenó la estancia.




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