Crystal.
Le apuntaba con la daga, intentando controlar mi respiración. El hombre frente a mí, de cabello rojo como el fuego y ojos verdes intensos, no parecía intimidado. Antes de que pudiera reaccionar, movió su brazo con una rapidez sorprendente y, en un solo gesto, me arrebató la daga. Ahora el frío filo reposaba contra mi cuello.
Un crujido en la hierba anunció la llegada de Hadrianus. Apareció por delante, tensando el arco con decisión y apuntando directamente al hombre que me retenía.
Entonces Orión giró la cabeza y aprecié el brillo de sus ojos verdes enfrentándose a la mirada fría y determinada de Hadrianus. Fue como ver dos espadas chocando sin necesidad de tocarse: pura tensión contenida.
—Déjala ir —ordenó Hadrianus con voz grave.
Orión asintió lentamente, bajó la daga y se separó con cuidado de mi cuello.
—Perdone, lo hice por instinto —dijo, su tono era suave, pero firme.
—Pues más te vale —replicó Hadrianus sin bajar el arco.
Yo intervine antes de que aquello se convirtiera en un enfrentamiento abierto.
—¿Sabes algo sobre los leopardos muertos en el valle?
Orión me sostuvo la mirada y luego habló con pesar:
—Sí. Fueron un grupo autodenominado cazadores. Una matanza planificada para vender la piel de varios animales felinos a quién sabe quién.
Un nudo me cerró la garganta. Llegue tarde a salvarlos.
—Tienes que irte ahora —le dije con urgencia.
Frunció el ceño, como si no comprendiera mi repentina prisa.
—Leela, mi dama de compañía que estaba conmigo, fue al castillo. Es dramática y protectora, pedirá que envíen caballeros a “rescatarme”. Debes saber que los cazafortunas no tienen una buena reputación, y que la reina los quiere ver muertos, aunque interfiera a qué te dejen ir, mi palabra pesa menos que el de la reina.
Entendió al instante. Sus ojos verdes brillaron un momento antes de agacharse levemente, en una reverencia rápida.
—Comprendo, princesa. —Y sin más, se giró y desapareció entre los pastizales.
Hadrianus bajó el arco solo cuando dejó de verlo.
—¿Le crees? —preguntó, su voz grave rompiendo el silencio.
—No lo sé… —admití—, pero si es cierto que mataron a esos leopardos con ese propósito, necesito que un grupo de caballeros hagan una investigación.
— ¿Qué hará después con el leopardo?
No tuve tiempo de responder. El distante pero inconfundible retumbar de cascos comenzó a acercarse.
***
El sonido de cascos se hizo más claro hasta que cuatro caballeros del reino aparecieron entre la hierba alta, con las lanzas erguidas y los caballos jadeando por la carrera.
—¡Princesa Crystal! —gritó uno de ellos al verme—. La dama Leela nos envió, dijo que estaba en peligro.
Me crucé de brazos, intentando ocultar mi incomodidad.
—Estoy bien, gracias a su... rapidez —respondí, mirando de reojo a Hadrianus. Él mantuvo el rostro inexpresivo, aunque sabía que en su interior debía estar disfrutando de la exageración de Leela.
—De todas formas —añadí con un tono más serio—, necesito que hagan algo más importante que escoltarme. Como verán hay cuerpos de leopardos. Quiero que los entierren de inmediato, lejos de la vista de cualquiera.
Los caballeros intercambiaron miradas, confundidos por la orden, pero se inclinaron en señal de obediencia.
—Como ordene, su alteza —dijo el que parecía el líder antes de girar a su caballo y marchar con los otros hacia el lugar.
Hadrianus esperó hasta que se alejaron y comentó con voz baja:
—No a todos les agrada enterrar animales salvajes.
—A mí tampoco me agrada que los asesinen —repliqué.
Él me observó un instante y luego asintió, en silencio.
El viento trajo de nuevo el olor de la hierba húmeda, pero para mí la paz ya estaba rota. Pensaba en Orión, en lo que dijo de la matanza, y en quién más podría estar detrás de algo tan cruel.
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Editado: 12.08.2025