Crystal
Al día siguiente le escribí una carta al rey, felicitándolo por el nuevo miembro de la realeza y avisándole de mi regreso lo antes posible. Se la entregué a un caballero; supongo que llegará a mi reino en dos días. No estoy segura de recibir respuesta, pero si sucede, tendré que alistar mi equipaje.
Desde que estoy aquí solo comía en mi habitación. Sin embargo, el príncipe Pedro envió a una de sus sirvientas con un mensaje para que lo acompañe al desayuno. No sé por qué, de pronto, requiere de mi presencia. Pienso: ¿Por qué mandó a la sirvienta y no vino personalmente él? Cada vez que nos hemos encontrado no fue en buenos términos. Puedo entender que no quiera casarse conmigo —yo tampoco quiero casarme con él—, pero es mi deber como futura princesa heredera tener un esposo para poder llegar al trono. Además, yo no lo escogí: fue un acuerdo entre su rey y el mío; si tiene quejas, que se las presente a ellos.
La sirvienta está de pie, esperándome.
—Dile al príncipe que solo como en mi habitación. Si quiere mi compañía, puede venir él aquí —dije con seriedad.
Ella asiente y se retira. Alguien golpea suavemente la puerta; le digo que pase y entra mi dama de compañía con mi desayuno favorito. Lo acomoda en la mesa y, cuando termina, le pido que se quede.
—Esta noche quiero que empaques mis cosas y avises a Hadrianus que mañana en la tarde partiremos al reino.
—Como ordene.
—También, cuando lleguemos, quiero que busques a una mujer embarazada.
—¿Una mujer embarazada? —pregunta y me lanza una mirada sospechosa.
—Sí. La mujer debe dar a luz a una niña rubia.
—Princesa… no entiendo bien.
Suspiro. Tantos años trabajando para mí y no comprende mis intenciones.
—Si la reina da a luz un niño, será mi fin. Ya no seré la princesa heredera. Si eso sucede, cambiaré al bebé por una niña. Por eso debes buscar un bebé que tenga esas características: rubia; no importa si sus ojos son marrones como los míos o azules como los del rey.
Ella asiente varias veces mientras yo agarro la taza de té de rosas y la bebo antes de que se enfríe.
—Princesa, ¿cuánto oro debo ofrecer?
—Que la madre ponga el precio que quiera. Hazlo con discreción —sonrío—. Tú también serás recompensada. No le digas nada a Hadrianus. Esto solo lo sabes tú y yo.
—Seré lo más discreta. Se lo agradezco —hace una reverencia.
Vuelven a tocar la puerta. Mi dama abre y es el príncipe, acompañado de la misma sirvienta de antes trayendo desayuno. Estaba segura de que él no vendría; ahora creo que ya no tengo apetito. La sirvienta entra después del príncipe; retira los platos y vasos vacíos de mi mesa y coloca lo que trajo, mientras él se sienta frente a mí, mirándome sin decir palabra.
Esto me molesta: no les di autorización para entrar.
—Leela, envía el mensaje ahora al caballero Hadrianus.
Mi dama duda si dejarme sola o no. Ella sabe que esto me está molestando; con un gesto le hago saber que se vaya. Vuelvo a centrar mi atención en el príncipe.
—Llega muy tarde, príncipe; ya terminé de comer —limpio mis labios con una servilleta.
Me incomoda cuando sus ojos se detienen en mis labios.
—Sandra, ya puedes retirarte.
—Me retiro, alteza.
Estamos solos, aunque no es la primera vez. Espero a que él hable primero. Ya no me mira los labios; ahora lo veo pensativo. Este silencio me abruma, así que decido hablar yo.
—¿No piensa comer, príncipe? —dije con tono poco amigable.
—No. No pienso comer mientras tú solo me observes. No sería cortés de mi parte.
—¿Solo vino a comer?
—No. Vine a darte una buena noticia —me sonríe, y esa sonrisa no me da buena espina.
Acaricio una perla de mi collar con los dedos; es algo que hago cuando estoy nerviosa. ¿Por qué debería estarlo?
—Voy a ir a tu reino, Princesa. Me toca a mí conocer cuál será mi nuevo hogar cuando nos casemos
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Editado: 12.08.2025