El echizo de tus ojos

Cap dos- La promesa

Desde el momento en que Aldric perdió a Circe, comprendió que el perdón no formaría parte de su destino. Durante diez largos años había alimentado su odio, puliéndolo como un arma precisa, afilada y silenciosa. Su plan era tan simple como cruel: arrebatarle al rey Atronos lo que más amaba, su hija, la princesa Evamora.

La ironía lo desgarraba. Como hechicero blanco, su deber —impuesto por su propio padre— era protegerla, velar por que creciera segura, fuerte, destinada a ser la heredera mágica que el reino necesitaba. Pero Aldric tejía en secreto otro destino para ella, uno oscuro, uno que sería su venganza.

Evamora era distinta. Desde niña, su alma había resonado con la magia del Bosque Blanco, la misma que Circe había dominado. Una magia pura, indómita… y peligrosa en manos equivocadas. Aldric lo sabía. Por eso, el conjuro que lanzó sobre ella no fue una simple maldición: fue un artefacto ancestral, un hechizo de control que convertiría su poder en veneno.

A medida que creciera, cada intento de invocar su magia la consumiría poco a poco, como un fuego que la devora desde dentro. Y en la víspera de su vigésimo cumpleaños, cuando el último eclipse lunar del siglo bañara el cielo, el conjuro alcanzaría su plenitud. No la mataría, no. La transformaría.

Atada a la magia oscura, Evamora perdería su voluntad, sus recuerdos, todo vestigio de humanidad. Sería un arma viviente, condenada a un sufrimiento eterno, una marioneta perfecta para destruir al reino que le había arrebatado a Circe.

Mientras Aldric contemplaba los hilos de su plan, una voz grave rompió la penumbra:

—Hijo, al fin te encuentro.

Su padre entró en los aposentos con paso firme. Aldric apenas se inmutó, aunque la irritación se encendió como brasas bajo su piel.

—¿Qué necesitas? —preguntó con frialdad.

—Quiero que vayas al Palacio de la Magia Blanca y hables con Coria. Ella debe aceptar casarse con el sobrino del rey.

Aldric arqueó una ceja, entre incredulidad y desdén.

—¿Coria? ¿Y qué opina ella? ¿Y madre? —su voz contenía un filo peligroso.

—Coria es una niña caprichosa que debe ser controlada —bufó su padre con impaciencia—. Tu madre lo aprueba. Esta unión fortalecerá nuestra posición.

Aldric se cruzó de brazos, evaluando cada palabra como si fueran veneno.

—No es mi lugar decidir sobre la vida de mi hermana. No interferiré.

Su padre se adelantó, con la mirada dura como acero.

—Escúchame bien, Aldric. Cada quien tiene un rol en esta vida. El tuyo es obedecer.

La puerta se cerró tras él, dejando un aire pesado de autoridad y resentimiento. Aldric no se movió. A sus treinta y cuatro años, no era ya un niño que pudiera moldearse con amenazas. Esta sería la última vez que aparentaría obediencia. El tablero pronto cambiaría.

Pensó en Evamora. Recordó la sonrisa dulce de su niñez, los ojos llenos de inocencia. Ahora era mujer, y esa misma inocencia la hacía doblemente peligrosa… y perfecta para su plan. Sin embargo, algo lo inquietaba: una chispa de luz persistía en ella, un resplandor que ni siquiera el conjuro parecía apagar del todo.

El eclipse estaba cerca. El destino, tejido. Evamora estaba condenada a convertirse en su arma definitiva. Y, sin embargo, en lo más profundo de su ser, una voz —la misma con la que Circe lo calmaba en sus noches más oscuras— susurraba una pregunta que lo desgarraba como un secreto prohibido:

“¿Y si esta promesa te destruye también?”

Aldric cerró el corazón con la misma frialdad con la que blandía su magia. No había marcha atrás. El juramento pronunciado sobre la tumba de Circe lo mantenía encadenado. No quedaba lugar para el perdón. Solo para su plan… y para la certeza de que el corazón, incluso roto, siempre sería el último campo de batalla.




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