El echizo de tus ojos

Capo tres– La niña guardiana..

El oído de Evamora se agudizó.
El silencio de la noche no presagiaba nada bueno.
Cada hoja que crujía bajo sus pies parecía el lamento de un espíritu antiguo, cada sombra, una amenaza oculta entre los árboles.

—¿Quién eres? —la voz de una niña quebró el trance que la mantenía suspendida entre el miedo y la vigilia.

Evamora giró despacio. Ante ella, una pequeña de cabellos blancos y ojos color esmeralda la observaba con inocente curiosidad.

—¿Quién eres tú? —repitió la niña.

—Soy Evamora.

—¿La princesa? —preguntó, con un destello de emoción.

—Sí… pero guarda silencio, o me descubrirán —susurró la joven.

La niña asintió, aunque su sonrisa no se borró.

—Te diriges a ver al hechicero Aldric —dijo con certeza.

Evamora frunció el ceño, sin entender cómo aquella criatura podía saberlo.

—Toma mi mano —añadió la niña, extendiendo la suya con decisión.

Evamora miró más allá de su figura: las sombras se movían, se acercaban…
Un escalofrío le recorrió la espalda.

—¿Quién eres tú? —preguntó con voz temblorosa.

—Confía en mí —respondió la niña, sin retirar la mano.

—No puedo confiar en nadie —susurró Evamora, temiendo que el más leve ruido atrajera lo que la acechaba.

—En mí sí puedes hacerlo. Me ha enviado el Gran Brujo Blanco. Debo llevarte con él.

Antes de que pudiera negarse, la pequeña tomó su mano. Todo se volvió oscuridad.
El mundo pareció quebrarse a su alrededor, y en un abrir y cerrar de ojos, se halló en un gran claro iluminado por una luna gigante.

Allí, entre raíces antiguas y árboles que murmuraban con voz de viento, un grupo de mujeres la esperaba.

—La maldita ha llegado —escuchó decir a una de ellas.

Una mujer de cabellos rojos como el fuego la tomó del brazo y la arrastró al centro de un gran círculo, rodeado por jóvenes brujas.

—Aquí está. Hagan el conjuro —ordenó con voz de mando.

–¡Noo!– su grito fue silenciado con un puñado de verbena que la dejo semi inconciente. El miedo volvió a instalarse en su pecho, helado y despiadado.

La colocaron en una especie de altar de piedra y una de las mujeres con una capa roja y negra derramó sangre sobre su cara.

—¡Gran Madre Blanca! ¡Gran Madre Blanca! —clamaron al unísono las brujas.

—¡Alabada Madre! Aquí tienes el alma pura de la princesa, sírvete —entonó una de ellas, levantando una daga hacia el cielo.

Las demás se tomaron de las manos y comenzaron a girar, mientras sus voces se fundían con el rugido del viento.

Las llamas de las velas se movían al compás de las voces susurrantes, proyectando sombras espectrales en el claro.

Evamora,tembló. No sabía cómo usar su magia para salir de ese trance. Estaba sola y nadie podía ayudarla.

—¡Entregamos esta alma pura! ¡Oh, Gran Madre Tierra, danos su poder!

El cielo se desgarró ante aquel último rezo. Un rayo cayó, partiendo el firmamento en dos.

El corazón de Evamora golpeaba su pecho con violencia. Su sangre ardía, su cabeza se llenaba de imágenes distorsionadas: rostros que reían, memorias que no eran suyas, un pasado que la perseguía como una sombra viva.

Entonces, una voz profunda, grave, rasgó el aire.

—¡Sueltenla!

El eco de esa voz la hizo estremecer.
Ya la había oído antes, en sueños que no se atrevía a recordar.
No quería volver a él. Antes la muerte.

—¡He dicho que la suelten! —rugió nuevamente.

Las brujas se dispersaron. Evamora sintió que alguien la levantaba del suelo. Intentó abrir los ojos, implorar que la dejara morir antes de caer bajo el peso del hechizo que la consumiría poco a poco, condenándola a un limbo eterno: ni viva, ni muerta.

—Abre los ojos —susurró una voz dulce, femenina.

Obedeció con lentitud.
La penumbra se fue desvaneciendo hasta que su mirada chocó con un par de ojos negros, tan profundos como la noche misma.

Un escalofrío le recorrió la espalda.
Sabía quién era.

El hombre la observaba con detenimiento, su rostro una máscara de poder contenido.

—¿Te han hecho daño? —preguntó con una suavidad que la desarmó.

Jamás había escuchado una voz tan bella, tan contradictoria: dura como la piedra, cálida como una promesa.

Evamora lo miró sin poder apartar la vista. En esos pozos oscuros se vio reflejada, y comprendió que, desde ese instante, su destino quedaba ligado al suyo.

—¡Eres tú! —exclamó él con un brillo de furia y desconcierto.

El reconocimiento fue inmediato. Y con él, el odio.

—¡No vuelvas a mirarme así jamás! ¡Quítenla de mi vista! —tronó la orden, helando el aire.

Fue arrastrada sin piedad hasta un calabozo húmedo y oscuro.

—¡Con más cuidado, que es la princesa! —se burlaron las guardianas entre risas.

El golpe contra el suelo la dejó sin aire.
Solo una débil luz plateada entraba por una rendija en lo alto, bañando el suelo de piedra.

Evamora alzó el rostro y murmuró con voz quebrada:

—Oh, gran luna blanca… apiádate de mí. Haz que su corazón recuerde la piedad y me devuelva la libertad.

Más allá de las sombras, Evamora vio a la niña que solemne vigilaba cual centinela su vida.

Sus párpados se cerraron, rendidos. El dolor en su cuerpo la hizo derramar algunas lágrimas.

Pero su cansando era tal que cerró los ojos y se entrego a la oscuridad.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.