Aldric caminó con pasos apurados hacia el exterior de la cueva. Necesitaba respirar el aire puro del bosque antes de perder el control.
Siempre había imaginado que, el día en que tuviera a la princesa entre sus manos, tomaría su vida sin temblar. Pero algo lo detuvo.
O mejor dicho… alguien.
Ella. Evamora.
Alzó la vista hacia el firmamento poblado de estrellas y aspiró hondo, buscando en el cielo una respuesta que no llegaba.
¿Qué había ocurrido allí dentro?
No lo sabía. Solo sintió que ella había anclado su alma a la suya.
La conexión fue tan intensa que lo perturbó. No podía ser con ella.
Evamora era su enemiga, la causa de su odio, la sombra de su destino.
Y, aun así, al mirar sus ojos, supo que su futuro estaba atado al de esa mujer.
Dos de sus hombres lo siguieron, expectantes.
—¿Quién es ella? —preguntó uno, con voz desconfiada.
—Una mujer perdida —respondió Aldric sin titubear, aunque su mirada se nubló al volver a la cueva.
—¿Es la princesa que buscamos? —insistió el otro.
Él no respondió. Su mente era un torbellino de pensamientos imposibles.
Dentro de la cueva, las antorchas parpadeaban suavemente, arrojando destellos dorados sobre las paredes rocosas.
Aldric dejó a la mujer sobre un camastro cubierto de pieles. Ella respiraba con dificultad, los párpados temblaban, pero su rostro… parecía en paz, como si el peligro hubiera quedado atrás.
Su cabello negro caía como un río de tinta sobre el rostro. Tenía una belleza inquietante, casi irreal, que parecía desafiar la oscuridad del lugar.
Pero lo que realmente capturó su atención fue el amuleto que pendía de su cuello. Algo en él despertó una memoria dormida, una sensación de déjà vu.
Aldric extendió la mano. No pensó, no midió. Solo quiso tocarlo.
Apenas rozó el colgante, la mujer suspiró… y sus ojos se abrieron.
El tiempo se detuvo.
Eran verdes, pero no simples esmeraldas.
Había en ellos una profundidad antigua, una luz que lo llamó, lo atrajo, lo atrapó.
Su corazón empezó a golpearle el pecho como si algo dentro de él reconociera aquello que su mente negaba.
La joven lo observó sin miedo. Y en esa mirada, Aldric sintió que el mundo se desvanecía.
Ya no había frío, ni guerra, ni destino. Solo ellos dos.
Intentó moverse, hablar, apartarse… pero fue inútil.
Era como si una fuerza invisible lo encadenara a ella, como si las almas de ambos se buscaran desde el inicio de los tiempos.
Entonces, una imagen fugaz cruzó su mente: la niña del hechizo lunar, aquella que había sellado años atrás.
El recuerdo ardió.
Pero algo paso entonces. Las facciones de la princesa de desdibujados y tomaron la forma de su esposa Circe.
No.
¡Eso era imposible!
¿Que clase de echizo era ese?
Ella cerró lentamente los ojos, y de golpe, el hechizo se quebró.
Aldric jadeó, sintiendo el peso de su cuerpo regresar, el aire golpeándole los pulmones.
El sudor helado le recorrió la espalda.
Dio un paso atrás, intentando retomar el control que hacía minutos había perdido.
—¡Sáquenla de mi vista! —ordenó con voz dura, aunque su tono traicionó la confusión que lo consumía.
Los soldados obedecieron sin protestar, moviendo a la mujer con cuidado.
Aldric permaneció quieto, con la mirada clavada en el suelo.
Sabía que lo que acababa de sentir no era un simple hechizo. Era un vínculo. Un lazo que no se rompería con la voluntad ni con la espada.
Al alzar la vista, la luna brillaba como una promesa o una advertencia.
El destino de la princesa estaba en sus manos.
Y con él, también el suyo.
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Editado: 13.10.2025