La luz del día se filtraba por la ventana del acogedor apartamento de Ariana, iluminando el desayuno que compartía con sus dos mejores amigas. La charla, animada y llena de risas, derivó hacia sus respectivas parejas.
“Y Michael, ¿cómo está el hombre misterioso?” preguntó una de ellas, mordiendo una tostada.
Ariana sonrió, un poco forzadamente. “Bien, siempre bien. Es un cielo, pero a veces es como estar con un agente secreto.” Sus amigas rieron, pero en sus ojos había un dejo de verdadera exasperación. “En serio, trabaja en un laboratorio de biotecnología, de esos que no tienen ni el nombre en la fachada. Todo es ‘confidencial’, ‘protocolo’ y ‘no puedo hablar de eso’. A veces pienso que me cuenta menos que a su jefe.”
“¿Y no te da curiosidad? ¿O un poco de miedo?” indagó la otra amiga.
“Claro que me da curiosidad,” admitió Ariana, encogiendo los hombros. “Pero él es muy discreto. Dice que es por seguridad, que manejan materiales sensibles. Yo lo único que sé es que llega agotado, a veces con un olor raro a químicos, y que el sueldo no es tan bueno como uno pensaría para un trabajo tan… críptico.”
Mientras hablaba, una parte de su mente viajaba a Michael, a la sombra de preocupación que a veces veía cruzar su mirada, incluso en sus momentos más tiernos.
Esa misma tarde, el destino quiso que sus caminos se cruzaran en el Parque de Cabecera. Michael paseaba, sumido en sus pensamientos, cuando la vio sentada en un banco. Por un instante, un rayo de genuina alegría iluminó su rostro. Se acercó y se sentó a su lado.
“Qué sorpresa,” dijo ella, sonriendo. “Pensé que estabas trabajando.”
“Tenía un descanso. Necesitaba aire,” respondió él, pero su mente, como tantas veces, estaba en otra parte. En el laboratorio, en los últimos datos, en la inquietante estabilidad de un compuesto que no debería ser estable. Y, en una esquina más luminosa de su conciencia, en el recuerdo de una diseñadora de sonrisa fácil y ojos que parecían entenderlo sin palabras.
Ariana, intentando conectar, retomó el tema de siempre. “¿Y cómo va eso? En el trabajo, digo. De verdad, Michael, a veces siento que no sé nada de lo que ocupa la mayor parte de tu día.”
Michael suspiró, un gesto de cansancio que le nubló el rostro. “Ari, ya lo sabes. No puedo. Son experimentos… muy específicos. Es mejor que no sepas los detalles.”
Ella lo miró, y en sus ojos se acumuló la valentía que había estado guardando. “Tal vez sea el momento de que sepas,” dijo, su voz un temblor controlado. Tomó su mano y la posó sobre su vientre. “Estoy embarazada.”
El mundo pareció detenerse para Michael. El parque, los niños jugando, el rumor del lago… todo se desvaneció. Retiró la mano como si le hubiera quemado.
“¿Embarazada?” repitió, la palabra sonando extraña y pesada. La noticia, que en otra vida habría sido un milagro, se estrelló contra el muro de su realidad. Su mente se llenó de imágenes distópicas: de las sustancias volátiles con las que trabajaba, de los informes de toxicidad que leía a escondidas, del riesgo latente que impregnaba su ropa y su piel. “Ariana, esto… no es un buen momento.”
“¿Qué quiere decir eso?” preguntó ella, herida. “Pensé que… podríamos formar una familia. Ser nosotros tres.”
“¡No sabes de lo que hablas!” estalló él, con una brusquedad que los sorprendió a ambos. Bajó la voz, urgente, conspirativo. “Mi trabajo… no es solo papel y tubos de ensayo. Hay cosas allí, compuestos… No sé qué efectos pueden tener a largo plazo. No sé si… si un niño nacido en estas condiciones podría estar bien. No puedo traer una vida al mundo con esta incertidumbre.” Su mirada era un torbellino de miedo y responsabilidad. “Vivo alquilando un apartamento en un barrio donde mis vecinos son dos borrachos que se pelean a gritos cada noche, tengo dos trabajos para llegar a fin de mes y mi cabeza es un laboratorio de posibles desastres. ¿Eso es lo que quieres para un hijo?”
Antes de que Ariana pudiera responder, el teléfono de Michael vibró con insistencia. Lo miró: era su jefe del laboratorio. Una llamada a esta hora nunca era buena noticia. Sintió el peso de dos cadenas tirando de él: la de la vida que se asomaba y la de la que podría destruirla.
“Tengo que irme,” dijo, poniéndose de pie. El gesto fue tan seco que cortó cualquier posibilidad de réplica. “Es el trabajo.”
Y se fue, dejando a Ariana sola en el banco, con la semilla de una nueva vida en su vientre y el frío de una realidad mucho más oscura y compleja de lo que jamás había imaginado. El giro de su corazón hacia Elena parecía ahora un lujo imposible frente al abismo de responsabilidad que se abría ante sus pies.
Editado: 15.11.2025