El eco de la disonancia

Capítulo 4: El Silencio de la Bata Blanca

El laboratorio no tenía nombre. Solo un código alfanumérico en un documento interno del gobierno y una fachada de cristal ahumado que reflejaba el gris del cielo de la ciudad sin revelar nada de su interior. Para Michael, cruzar las puertas de seguridad automáticas era como atravesar un espejo hacia un mundo paralelo, uno donde el aire olía a limpiador industrial y a ansiedad contenida.

Dentro, el reino estaba dividido no por muros, sino por el silencio. Un silencio denso, roto únicamente por el zumbido de los extractores de campanas, el clic suave de los tubos de ensayo y el susurro de las batas blancas al rozar el suelo de linóleo impecable.

Eran una docena de fantasmas. Hombres y mujeres de todas las edades, pero con el mismo gesto de concentración fatigada, la misma mirada que esquivaba el contacto directo. Sus batas, siempre impolutas, eran una segunda piel que los despojaba de identidad. No se usaban nombres, sino identificaciones de pecho: "Dr. M. Thorne", rezaba la de Michael. Allí dentro, él no era el Michael que amaba a Ariana o que sentía una inexplicable conexión con Elena. Era el Dr. Thorne, un engranaje más en una máquina cuyo propósito final a veces sentía que se le escapaba.

Su espacio era una isla de acero inoxidable y cristalería reluciente. Al llegar, su mirada se cruzó con la de la Dra. Ishikawa, la bioquímica senior cuyo puesto estaba frente al suyo. Ella le dirigió un leve asentimiento, un gesto que era el equivalente a un grito de camaradería en aquel lugar. Sus ojos, sin embargo, delataban una noche en vino analizando datos. Michael le devolvió el gesto, una complicidad tácita en el agotamiento.

"Thorne," dijo una voz a su espalda, seca y sin inflexión.

Michael se volvió. Era el Dr. Larson, un hombre de cincuenta años con el cabillo ralo y una mirada que siempre parecía estar buscando una falla en el protocolo.

"Larson," respondió Michael, con neutralidad.

"Los resultados de la serie Gamma. La estabilidad del compuesto A-34 es... anómala. El director quiere un informe antes del mediodía." Larson no esperó una respuesta. Depositó una carpeta sellada en la mesa de Michael y se alejó, el frufrú de su bata mezclándose con el zumbido ambiental.

Michael abrió la carpeta. Gráficos y tablas de números bailaron ante sus ojos, pero su mente no estaba allí. Veía la mano de Ariana guiando la suya hacia su vientre. Sentía la textura de su suéter, el calor de su piel bajo la tela. "Estoy embarazada." Las palabras resonaban en su cabeza, más estridentes que cualquier alarma del laboratorio.

"¿Todo bien, Thorne?"

La voz de la Dra. Ishikawa, baja y ligeramente preocupada, lo sacó de su ensoñación. La miró. Ella había notado su palidez, el temblor casi imperceptible de sus manos.

"Sí. Solo... una mala noche," mintió, cerrando la carpeta con un golpe seco.

Ishikawa no insistió. Todos allí tenían sus "malas noches". Era parte del contrato no escrito. Pero su mirada se posó un segundo de más en él, como si pudiera ver la grieta que se abría en su fachada de científico imperturbable.

Michael intentó sumergirse en el trabajo. Preparó soluciones, calibró espectrómetros, anotó observaciones en su tablet con letra pulcra y precisa. Pero cada vez que manejaba un reactivo, una pregunta punzante le atravesaba la mente: ¿Es este uno de los que deja ese olor en mi ropa? ¿Respiré algo de esto ayer? ¿Podría haberlo llevado a casa, a Ariana... al bebé?

La racionalidad del científico luchaba contra el pánico del hombre. Sabía que los protocolos de descontaminación eran extremos. Sabía que las probabilidades de un evento de contaminación doméstica eran ínfimas. Pero la incertidumbre, la "anómala" estabilidad de compuestos que desafiaban las leyes naturales conocidas, era un monstruo que se alimentaba de esos pequeños porcentajes de duda.

En la pausa del almuerzo, se sentó en la esquina de la cafetería estéril, apartado de los pequeños grupos que conversaban en murmullos. Observó a sus colegas. El joven becario, Evans, que reía con nerviosismo ante un chiste de Larson. La técnica de laboratorio, una mujer callada cuyo nombre Michael nunca recordaba, que comía sola mirando su teléfono. Todos ellos, incluido él, eran piezas de un mecanismo complejo. Pero, ¿para qué? ¿Para curar una enfermedad? ¿Para crear un arma? ¿Para jugar a ser dioses con los ladrillos de la vida?

Cuanto más éxito tenían, más inestables parecían volverse los cimientos de su propia humanidad. Y ahora, él había arrastrado a otra vida, una vida inocente e indefensa, directamente al epicentro de esa tormenta silenciosa.

El teléfono en su bolsillo vibró. Era un mensaje de Ariana. No lo abrió. No podía. Las palabras de ella, sean las que fuesen, requerían una respuesta de Michael, el hombre. Y en ese momento, en el corazón de aquel silencio de bata blanca, solo existía el Dr. Thorne, cargando con el peso de un futuro que parecía tan frágil y peligroso como los compuestos que manipulaba con manos expertas y un corazón lleno de temor.




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