El eco de la disonancia

Capítulo 11: Fragmentos de un Corazón de Cristal

El silencio en el módulo abandonado se volvió ensordecedor después de que Michelle se fuera. Michael se llevó el cristal a la sien, intentando ahogar el retumbar de su propio corazón. Se sentía como un monstruo. En su mente se mezclaban las imágenes: la frágil y desvanecida Valeria y la presencia cálida y viva de Michelle en la oscuridad. No era una justificación. Era una debilidad, una grieta en su propio corazón de cristal, y ahora tenía que llevar a cabo una misión mortal cargando con ese peso.

Ya no podía esperar más. Las cuarenta y ocho horas se esfumaban a una velocidad aterradora. Usando el acceso de Michelle a los planos de servicio, que había conseguido de manera irregular, estudió el diagrama del sistema de ventilación que conducía al corazón del complejo: la cámara de fusión termonuclear donde Kravén había instalado su «Amplificador».

El camino era una pesadilla. Conductos estrechos, que olían a ozono y aceite, donde cada paso suyo sobre el metal resonaba como el golpe de un gong. El aire se volvía espeso, pesado, cargado con el zumbido de baja frecuencia de la máquina de Kravén. No era solo un sonido; era un dolor físico, una presión sobre los ojos y la mente. El cristal sobre su pecho respondió con su propia vibración, una nota aguda y ansiosa, apenas audible bajo la cacofonía de la disonancia.

Finalmente, a través de una rejilla de ventilación, la vio. La cámara del reactor era un espacio esférico enorme, bañado por la luz roja de las lámparas de emergencia. En el centro, sobre un pedestal de metal negro pulido, estaba el «Amplificador». No era un artefacto elegante, sino un amasijo feo de conductos, emisores y aletas de refrigeración que se asemejaba a un escorpión a punto de atacar. A su alrededor, en el suelo, había círculos concéntricos grabados que brillaban con energía oscura.

Y allí, de pie en una plataforma elevada frente al panel de control, estaba Kravén. No miraba gráficos ni sensores. Su mirada estaba fija en la máquina misma, llena de hambre y fe fanática.

Michael se quedó quieto, pegado a la fría rejilla. Su plan, que había parecido tan simple en la intimidad del módulo, ahora le parecía un suicidio. ¿Acercarse a la máquina? ¿De qué manera? La seguridad debía ser máxima.

Fue entonces cuando lo vio. No en el «Amplificador», sino en su periferia. Una serie de estabilizadores de resonancia, incrustados en las paredes de la cámara. Latían al ritmo del zumbido, absorbiendo el exceso de energía e impidiendo que el complejo estallara. Eran equipos estándar, modificados para la máquina de Kravén.

Una idea, desesperada y brillante, le vino a la mente. No necesitaba destruir el «Amplificador». Necesitaba cambiar su frecuencia.

Sacó el cristal. Cerca de la fuente de la disonancia, brillaba con fiereza, casi cegadora. La melodía en su mente se volvió clara, suplicante. Recordó la lección de Lyra: «No es la fuerza, sino la armonía. Encuentra la frecuencia fundamental y cambia la canción».

Su objetivo no era el emisor principal, sino esos estabilizadores. Si podía alcanzar uno de ellos, canalizar a través de él la frecuencia pura del cristal... podría crear un contrarresonancia, redirigir la energía de la máquina hacia dentro, silenciarla en lugar de hacerla explotar.

Pero para eso necesitaba entrar. Y entonces lo vio: una escotilla de servicio para mantenimiento en el suelo, a solo diez metros de la rejilla, pero en un espacio abierto. Era un salto de fe.

Reuniendo toda su voluntad, Michael quitó la rejilla sin hacer ruido y salió rodando a la cámara. El zumbido se volvió ensordecedor, haciéndole rechinar los dientes. Se agachó y corrió hacia la escotilla.

—¡Alto! —sonó la voz fría e impersonal de Kravén.

Michael se detuvo a medio camino, con la mano ya estirada hacia la cerradura de la escotilla. Se volvió lentamente. Kravén estaba de pie, todavía mirándolo desde la plataforma, pero ahora tenía en la mano una pistola de energía compacta.

—Sabía que la pureza de tu perfil no podía ser accidental —dijo Kravén, bajando la escalera—. Había una debilidad en ti, Michael. Sentimentalismo. Pensé que serías más inteligente y aceptarías el orden venidero. Lástima.

—¡Ese orden es la muerte, Kravén! —gritó Michael por encima del zumbido—. No estás fortaleciendo a la humanidad, ¡le estás cortando el alma!

—¿El alma? —Kravén soltó una risa burlona—. Le estoy dando un nuevo cuerpo. De acero y voluntad sintética. Y tú, con tu pequeña piedra, serás la primera ofrenda en su altar.

Levantó la pistola. Para Michael, el tiempo se detuvo. Vio la línea limpia del disparo, vio los ojos fríos de Kravén. Era el fin.

—¡No!

Un grito ronco sonó en la entrada de la cámara. Tanto Michael como Kravén se volvieron.

En el umbral, agarrándose al marco para no caerse, estaba Valeria. Su rostro estaba pálido como la tela, con ojeras oscuras, su cuerpo consumido por la enfermedad. Pero en sus ojos ardía fuego, el fuego de una traición y una furia puras y sin mezcla.

—Lo he visto todo, Michael —su voz temblaba, pero llena de fuerza—. Los datos. La ubicación. Toda la noche. Mientras yo me moría aquí...

Michael sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies. "No, ahora no".

—Valeria... no es lo que piensas...

—¡Cállate! —gritó ella, y su grito cortó el zumbido de la máquina por un instante. Desvió la mirada hacia Kravén—. Ustedes dos... son monstruos. Uno en su orden insensible, el otro en su compasión mentirosa.

Kravén observaba la escena con interés clínico, como un científico observando una colisión de partículas.

—Un paradigma de disonancia perfecto —murmuró pensativamente—. El colapso emocional, potenciado por la enfermedad física. Tu energía será un catalizador poderoso para la Prueba Final, señorita Valeria.

Cambió suavemente la mira de Michael a Valeria.

—¡No! —gritó Michael, dando un paso adelante.

Todo pasó en una fracción de segundo. Michael se lanzó hacia adelante para cubrirla con su cuerpo. Valeria, al ver la pistola apuntándole, instintivamente retrocedió. Kravén apretó el gatillo.




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