El eco de la disonancia

Capítulo 12: El Eco del Creador

El aire en el estrecho conducto de servicio era irrespirable, cargado de polvo metálico y el zumbido omnipresente que ahora sentía como si taladrara sus huesos. Michael avanzaba a gatas, guiado únicamente por la luz pulsátil del cristal que empuñaba con fuerza. Los ecos de la confrontación arriba —voces distorsionadas, el siseo de la energía de Lyra— le llegaban amortiguados a través del metal, un recordatorio de que el tiempo se agotaba para todos.

Su objetivo estaba cerca. Justo debajo del primer estabilizador de resonancia. Según los planos, una escotilla de inspección le daría acceso directo al núcleo del dispositivo.

Arriba, en la cámara, la tensión había cristalizado.

—Una Guardiana —resopló Kravén, recuperando su compostura glacial. Su mirada analizaba a Lyra con un interés renovado, como un coleccionista que encuentra una pieza rara—. Los rumores de vuestra existencia no estaban exagerados. Sois un fósil, un eco de una fe fallida.

—La única fe que ha fallado es la que la humanidad ha depositado en monstruos como tú, Kravén —replicó Lyra, sin bajar su cristal. El campo de fuerza centelleaba ante ella, protegiendo a una Valeria que, consumida por la conmoción y la enfermedad, se había desplomado contra la pared, jadeando.

—¿Monstruo? Yo le ofrezco a la humanidad la evolución. Vosotros solo le ofrecéis nostalgia —Kravén ajustó un dial en su muñeca. El zumbido del Amplificador aumentó en intensidad, y los círculos del suelo brillaron con una luz más siniestra—. La Prueba Final no puede detenerse. La disonancia ha alcanzado su punto crítico. La purificación comenzará en cuestión de minutos. Será un honor que los últimos seres resonantes sensibles sean testigos.

Lyra sintió una punzada de verdad en sus palabras. La presión en la cámara era insoportable, una opresión psíquica que amenazaba con quebrar incluso su entrenamiento. No podía atacar a Kravén directamente sin bajar la guardia y exponer a Valeria. Era un punto muerto.

Fue entonces cuando una nueva voz, áspera y cargada de estática, resonó en la cámara, procedente de los altavoces del panel de control de Kravén.

—¿Punto crítico, Dimitri? Tus cálculos siempre fueron arrogantes. Y tu arte, burdo.

Kravén se quedó paralizado. Era un nombre que nadie, en años, se había atrevido a pronunciar. Su rostro, por primera vez, mostró una grieta: puro y genuino asombro.

—¿Quién...? —masculló, girándose hacia las consolas.

En la gran pantalla principal, donde antes se mostraban ecuaciones de energía, apareció el rostro de un hombre anciano. Su cabello era una maraña blanca, sus ojos estaban ocultos tras unas gafas de aumento retroiluminadas que le daban el aspecto de un insecto cyborg. La imagen era granulada, una transmisión pirateada.

—Soy el eco que pretendiste silenciar —dijo la voz—. El arquitecto del concepto que has prostituido. Puedes llamarme Aris.

Michael, que en ese momento estaba desatornillando la última tuerca de la escotilla de inspección, reconoció el nombre al instante. Aris Thorne. El genio recluído, el teórico original detrás de la "Sinfonía de la Materia", el hombre del que Kravén había sido su alumno más prometedor... y del que luego se había distanciado de la manera más violenta. Se creía que estaba muerto.

—Thorne... —escupió Kravén, y por primera vez, había algo que se asemejaba al odio en su voz—. Estás muerto.

—Mi cuerpo puede estar confinado, pero mi mente navega por las frecuencias que tú solo sabes violar, Dimitri. He observado. He esperado. Y este joven, con el Cristal de la Semilla, ha proporcionado la distracción perfecta.

El Cristal de la Semilla. Michael miró la gema en su mano. Lyra siempre se había referido a él como un "foco", un "catalizador". Pero "Semilla" implicaba un origen, un potencial mucho mayor.

—¿Qué quiere? —rugió Kravén, apuntando su pistola inconscientemente a la pantalla, como si pudiera dispararle.

—Quiero corregir tu error. Tu Amplificador no busca sintonizar la materia. Busca suprimirla, someterla a una frecuencia única, la tuya. Es una jaula, no una evolución. Y voy a liberar a tu rehén.

Antes de que Kravén pudiera reaccionar, Aris Thorne, desde su desconocida ubicación, ejecutó un comando. En la cámara, los estabilizadores de resonancia emitieron un chirrido agudo. La luz que emanaba de ellos cambió de un rojo siniestro a un blanco cegador.

Y en el conducto de servicio, Michael lo sintió. El cristal en su mano se calentó de pronto, y la melodía en su mente se transformó de una súplica ansiosa a una orden clara y resonante. La frecuencia pura que Lyra le había enseñado a encontrar ya no era solo una defensa. Era una llave.

—¡Ahora, muchacho! —gritó la voz de Aris a través de los altavoces—. ¡Canaliza a través del estabilizador! ¡Conecta la Semilla con el corazón de la bestia!

Michael no lo pensó dos veces. Abrió la escotilla y se encontró frente a una maraña de cables y cristales de cuarzo sintético que latían al unísono con el Amplificador. Con un grito que era mitad desesperación, mitad determinación, apretó su cristal contra el núcleo primario del estabilizador.

El efecto fue instantáneo y cataclísmico.

Una onda de energía armónica, pura y brillante, explotó desde el estabilizador. No era una explosión de fuerza bruta, sino de información, de coherencia. Era como si una sola nota, perfecta y eterna, se impusiera sobre la disonancia cacofónica de Kravén.

El Amplificador titubeó. Los círculos de energía en el suelo se quebraron, sus patrones perfectos distorsionados por la nueva frecuencia. Las luces rojas parpadearon y luego estallaron, sumiendo la cámara en una oscuridad solo rota por los destellos azules y dorados de la energía resonante que ahora corría como un río furioso a través de los conductos de la máquina.

—¡NO! —gritó Kravén, viendo cómo su obra maestra se rebelaba contra él.

Lyra no desaprovechó la oportunidad. Mientras Kravén estaba distraído por el colapso de su máquina, se abalanzó sobre él, desviando su pistola con un golpe preciso de su cristal.




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