El silencio en la cámara era ahora más ensordecedor que el zumbido anterior. Solo era interrumpido por el crepitar de los cables electrificados y los jadeos entrecortados de los tres supervivientes. El aire olía a ozono y a sueños rotos.
La voz de Aris Thorne no volvió a sonar. Su silencio era tan elocuente como sus advertencias: habían quedado a la deriva.
Michael se incorporó con dificultad, apoyando una mano en la fría pared metálica. El Cristal de la Semilla pesaba en su otra mano como un pecado. Ya no sentía esa sinfonía gloriosa, solo un zumbido residual, un eco de la puerta que había abierto sin querer.
—¿"La Sombra"? —preguntó, su voz ronca por el esfuerzo y el terror metafísico—. ¿A qué se refirió?
Lyra no respondió de inmediato. Con movimientos eficientes, pero tensos, revisaba el estado de Valeria. La mujer estaba pálida, sudorosa, pero su respiración era más estable. La disonancia que la consumía parecía haberse retirado, o al menos aquietado, tras la purificación de la cámara.
—Los Antiguos —murmuró Lyra, sin levantar la vista—. Es el nombre que los Guardianes le dimos en los textos más secretos. No son una raza, no son una entidad como la entendemos. Son... una condición del universo. Una falla en la resonancia primordial. Se alimentan de la coherencia, de la armonía, para convertirla en el silencio del vacío. Kravén, con su ruido, solo era un fastidio. Pero esto... —Finalmente, sus ojos se encontraron con los de Michael, y en ellos había un pesar ancestral—. La frecuencia pura de la Semilla es un manjar. Y les hemos servido una muestra en bandeja.
Un nuevo sonido comenzó a filtrarse en la cámara. No provenía de los altavoces, ni de la maquinaria destrozada. Venía de las propias paredes, del suelo, del aire. Era un susurro de ultra-baja frecuencia, tan profundo que se sentía en los huesos y no en los oídos. Era el sonido del hielo agrietándose en un lago infinito.
—Tenemos que irnos —dijo Lyra, incorporándose—. Este lugar ya no es seguro. La Sombra no viaja como nosotros; se manifiesta donde la resonancia le es propicia. Y aquí, ahora, el tejido está fino.
—¿Y él? —preguntó Valeria, con un hilo de voz, señalando con la barbilla el cuerpo inconsciente de Kravén.
Lyra lo observó con frialdad. —Es un criminal. Su conocimiento, por pervertido que esté, podría ser útil. Lo llevamos.
Michael asintió, aunque la idea le repugnaba. Aris tenía razón: Kravén era solo un síntoma. Ahora se enfrentaban a la enfermedad.
Entre los dos, Michael más tambaleante de lo que admitiría, cargaron con el cuerpo inerte de Kravén. Lyra sostenía a Valeria. Salieron de la cámara de control y se adentraron en los pasillos iluminados por luces de emergencia que parpadeaban de forma errática, como si estuvieran enfermas.
El susurro los seguía.
A veces, por el rabillo del ojo, Michael creía ver las sombras alargarse de forma antinatural, contorsionarse en formas que desafíaban la geometría. Un frío que no tenía que ver con la temperatura se le enrollaba en la columna vertebral. Valeria gemía, apretando el brazo de Lyra.
—No mires —murmuró la Guardiana—. No le des forma. Se alimenta de la percepción.
Era más fácil decirlo que hacerlo. Cada puerta que cruzaban parecía cerrarse un poco más lento de lo normal. Los sonidos de sus propios pasos se retrasaban, como si el espacio mismo se estuviera volviendo viscoso.
Finalmente, llegaron a una salida de emergencia que daba a un hangar de servicio más pequeño, lejos del lujoso vestíbulo por el que habían entrado. Había un vehículo todo terreno, robusto, diseñado para el terreno agreste de la zona.
Al salir al aire libre, la noche los recibió con una bofetada de aire frío. Pero no era un alivio. El susurro estaba aquí también, mezclado con el viento, haciendo que las hojas de los árboles cercanos susurraran palabras en un idioma olvidado.
Lyra colocó a Valeria en el asiento trasero del vehículo y luego ayudó a Michael a meter a Kravén en el maletero, atándolo con cinchas de carga. Su pragmatismo en medio del horror era un ancla.
—Conduce —le ordenó Lyra a Michael, tomando el asillo del copiloto—. Aléjanos de aquí. Hacia las montañas.
Michael asintió, arrancó el motor. El rugido familiar del combustible fósil era un sonido terrenal y reconfortante. Pisó el acelerador y el vehículo salió disparado del hangar, adentrándose en la oscuridad de la carretera de servicio.
Mientras conducía, Michael no podía evitar mirar el espejo retrovisor. La silueta del complejo de Kravén se recortaba contra el cielo estrellado. Y por un momento, juró que las estrellas detrás de la estructura... titilaron y se apagaron, como si algo inmenso y oscuro hubiera pasado frente a ellas.
—¿Y ahora qué? —preguntó, apartando la mirada con un escalofrío.
Lyra sostenía su cristal, que emitía un pulso débil y ansioso.
—Ahora encontramos a Aris Thorne. Él entendió la teoría mejor que nadie. Si alguien sabe cómo detener lo que hemos desatado, es él. —Hizo una pausa y añadió, con una voz cargada de un significado terrible—: La Semilla despertó a la Sombra. Pero la Semilla también es la única clave para enviarla de vuelta a su sueño. Y está contigo, Michael. Eres el Guardián de la Luz que atrae a la Oscuridad. Ese es tu precio. Ese es nuestro eco.