El eco de la disonancia

Capítulo 17: La Fisura en el Silencio

El mundo no era un lugar. Era una sensación. Un frío que había dejado de ser temperatura para convertirse en un estado del ser. Un sonido que no era un sonido, sino la vibración constante de una cuerda infinitamente tensa. Michael existía en un no-espacio, un bucle de pura sensación donde los conceptos de "yo" y "otro" se deshilachaban como fibras podridas.

No estaba solo.

La Sombra estaba con él. No como una presencia separada, sino como el sabor del vacío, la textura de la desesperación. Era el eco de cada miedo que había sentido, cada duda, cada fracaso, amplificado hasta el infinito y devuelto a él como un espejo deformante. Era un parásito de la conciencia, y su mente era el único huésped en kilómetros a la redonda.

...solitario... siempre supiste que terminarías solo...

...inútil... un filtro defectuoso... un canal roto...

...renuncia... el silencio es paz... deja de luchar...

Los pensamientos no eran voces. Eran sus propios pensamientos, envenenados en su fuente. La Sombra no necesitaba atacarlo; solo necesitaba dejar que se atacara a sí mismo, eternamente.

Pero en el centro de ese torbellino de negación, algo persistía. Un acorde disonante. Un patrón que no encajaba.

Era su propia "desintonía", el conflicto interno que Thorne había menospreciado. Mientras La Sombra intentaba resonar con su desesperación, encontraba un eco de su rabia. Cuando intentaba sintonizar con su resignación, tropezaba con un fragmento de terco orgullo. Michael no era un canal puro como Valeria; era una cacofonía, y esa cacofonía, impredecible y caótica, creaba micro-fisuras en la perfección lógica de la jaula.

No podía moverse, ni ver, ni oír. Pero podía sentir. Podía sentir la presión de La Sombra, su furia impotente por estar atrapada. Y en un destello de claridad, comprendió: no era el carcelero. Eran dos prisioneros en una celda demasiado pequeña.

Y los dos prisioneros se estaban desgastando mutuamente.

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Fuera, en el mundo real, el silencio era casi tan absoluto.

Lyra no había llorado. Las lágrimas parecían una respuesta demasiado simple, demasiado humana, para la monstruosidad de lo que habían hecho. Se movía por el observatorio con una eficiencia fría y automática, como un autómata. Había vendado las quemaduras de Thorne y le había administrado un analgésico de emergencia. Había atendido a Valeria, que yacía en estado catatónico, sus ojos abiertos pero sin ver. Y había arrastrado el cuerpo inconsciente de Kravén y lo había esposado a un tubo estructural.

Thorne la observaba desde su rincón en el suelo, su respiración aún un quejido entrecortado.

—El luto es un lujo,Guardiana —dijo, su voz ronca—. La contención es temporal. Inestable.

Lyra se volvió hacia él. Su mirada era plana, sin el fuego de antes, solo el carbón frío de una furia consumida.

—Cállate—dijo, sin énfasis—. O te rompo la otra pierna.

—No me crees —tosió Thorne—. Pero ella sí. Pregúntale a la niña rota. Pregúntale qué siente.

Lyra miró a Valeria. Para su sorpresa, los ojos de la joven se movieron, enfocándose lentamente en ella. No había locura en ellos ahora, solo un agotamiento profundo y una tristeza infinita.

—Late —susurró Valeria, su voz como el roce de dos piedras—. Como un corazón malherido. La jaula... no es silencio. Es un gemido. Un gemido muy, muy bajo.

—¿Michael? —la pregunta de Lyra fue un hilo de esperanza venenosa.

Valeria negó lentamente con la cabeza.

—No es solo él.Es... la lucha. Los dos. Es como... escuchar a dos bestias agonizantes en un pozo. —Se estremeció—. Y el pozo... tiene grietas.

La confirmación fue un puñal en el corazón de Lyra. La teoría de Valeria en el capítulo anterior era correcta. La energía no se había disipado limpiamente.

—Las grietas... ¿por dónde salen? —preguntó Lyra, arrodillándose frente a ella.

—No... salen —Valeria frunció el ceño, concentrándose—. Se filtran. Hacia abajo. Hacia el sustrato, como dijo Thorne. Pero... no se disipan. Se... acumulan. En los lugares silenciosos. En las cosas que no resuenan.

Thorne soltó un gruñido de triunfo amargo.

—¿Lo ves?El precio del eco. La Sombra no puede escapar... pero su esencia, su deseo de consumo, está goteando en el mundo. Los "Oyentes" que mencioné... los sensitivos naturales, los psíquicos latentes... ellos serán los primeros en notarlo. Serán los primeros en cambiar.

Como si sus palabras fueran una profecía autocumplida, una alarma comenzó a sonar en el panel de comunicaciones secundario de Lyra. Era una frecuencia encriptada de la Orden, marcada con el código de prioridad máxima.

Lyra se acercó y activó el canal. La voz que salió era la de un operador de comunicaciones en Berlín, pero estaba distorsionada por el pánico y un ruido de estática extraña, que sonaba como susurros superpuestos.

"—¡...cualquier estación, por favor, respondan! Incidentes masivos de psicosis en las zonas de silencio resonante! Gente... la gente se está volviendo contra sí misma, repitiendo los mismos patrones, los mismos miedos! Es como si... como si sus mentes se estuvieran convirtiendo en ecos unas de otras! ¡Necesitamos—!"

La transmisión se cortó en un estallido de estática cacofónica que, por un instante, sonó vagamente como una risa.

El observatorio quedó en silencio de nuevo, pero ahora cargado de un horror nuevo y más insidioso.

Kravén, que había permanecido inconsciente, comenzó a reír. Un sonido bajo y burbujeante, sin alegría.

—Demasiado tarde—murmuró, sin abrir los ojos—. La Sombra no necesita escapar. Está sembrando su jardín. Está enseñando al mundo a cantar su canción. Y tú, Guardiana... —Abrió los ojos, y había una chispa de su antigua maldad, pero transformada, horriblemente amplificada— ...tú le diste el instrumento. Le diste el sacrificio que necesitaba para amplificar su voz.

Lyra sintió que el suelo se movía bajo sus pies. No habían salvado el mundo. Lo habían condenado a una muerte lenta. Y Michael estaba en el centro, su agonía siendo el amplificador.




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