El viento nocturno acariciaba las piedras del círculo, llevándose consigo los susurros mágicos que siempre parecían emanar de las runas. Cael estaba sentado en el borde del claro, con la espalda apoyada contra una de las piedras que ahora brillaban suavemente bajo la luz de la luna. Desde que era niño, ese lugar había sido un refugio para él, un recordatorio constante del legado que llevaba en sus venas.
A los veintiún años, Cael ya era conocido en el valle. Todos lo miraban con respeto, aunque no siempre se sentía digno de ello. Era el hijo de Lunara, la bruja que transformó el equilibrio, y de Kieran, el lobo que desafió su destino para proteger a su familia. Para la mayoría, eso era suficiente para convertirlo en un símbolo de esperanza. Pero para Cael, era una carga.
Miró las runas con el ceño fruncido, notando cómo su luz parpadeaba levemente. Había algo extraño en ellas esa noche, algo que no había sentido antes. Extendió la mano, dejando que la magia fluyera hacia sus dedos.
—Están inquietas —murmuró para sí mismo, mientras un escalofrío recorría su cuerpo.
Desde el renacimiento del equilibrio, las runas habían permanecido estables. Eran un puente, no un sello, y permitían que la magia fluyera libremente entre los dos mundos. Pero en las últimas semanas, Cael había notado pequeños cambios. Las runas reaccionaban de manera extraña cuando las tocaba, y había comenzado a tener sueños extraños, visiones de un lugar que no reconocía pero que se sentía familiar.
—¿Por qué ahora? —preguntó en voz baja, aunque sabía que las runas no responderían.
Antes de que pudiera perderse más en sus pensamientos, un ruido entre los árboles llamó su atención. Se puso de pie rápidamente, con los sentidos alerta. Su herencia como lobo le daba una percepción aguda, y podía sentir una presencia acercándose.
—¿Quién está ahí? —preguntó, su voz firme pero tranquila.
El silencio fue su única respuesta al principio, pero entonces una figura emergió de entre las sombras. Era una joven, de cabello largo y oscuro que brillaba bajo la luz de la luna. Sus ojos, de un azul profundo, lo observaron con una intensidad que lo hizo quedarse inmóvil por un momento.
—No quería asustarte —dijo ella, su voz suave pero cargada de una extraña energía.
Cael frunció el ceño, observándola con cautela.
—¿Quién eres? No te he visto antes en el valle.
La joven dio un paso hacia él, pero se detuvo justo antes de entrar en el círculo.
—Mi nombre es Nya. Vengo… de lejos.
Cael sintió que su corazón se aceleraba. Había algo en ella, algo que no podía identificar pero que lo atraía de una manera que no entendía.
—¿De dónde exactamente? —preguntó, sin bajar la guardia.
Nya inclinó la cabeza, observándolo con curiosidad.
—Digamos que… no pertenezco a este lado.
El peso de sus palabras cayó sobre él como una piedra. Cael sintió cómo las runas detrás de él pulsaban débilmente, como si reaccionaran a su presencia.
—¿El otro lado? —murmuró, sus ojos fijándose en los de ella.
Nya asintió, y por un momento, una sombra de tristeza cruzó su rostro.
—Algo está mal, Cael. El equilibrio que protegieron tus padres está en peligro. Y necesito tu ayuda para salvarlo.
Cael no pudo responder de inmediato. El viento sopló suavemente, moviendo las hojas de los árboles y llenando el claro con un silencio inquietante. Miró a Nya, viendo tanto misterio como verdad en su mirada.
—¿Cómo sabes quién soy? —preguntó finalmente, su voz baja.
Nya lo observó, sus labios formando una pequeña sonrisa.
—Porque eres el único que puede escuchar las runas como yo.