El avión descendía sobre la bahía de Nueva York, y bajo el ala se extendía la ciudad como un corazón hecho de luces.
Desde la ventanilla, Amara observaba sin parpadear, con esa quietud que solo tienen las personas que han aprendido a contener el dolor.
Llevaba tres años lejos de Panamá. Tres años intentando olvidar el pueblo donde todo cambió, el rostro que no pudo borrar y las palabras que la persiguieron incluso en sueños.
Pero el olvido nunca llegó.
Solo se transformó en silencio.
El piloto anunció el aterrizaje, y ella cerró los ojos. En ese instante fugaz, la invadió la misma sensación que la había atormentado desde niña: un flash, un fragmento de otra vida.
Una lluvia fina, un campo desconocido, y una voz masculina que decía:
“Te encontré, aunque me hayas olvidado.”
Amara no sabía de dónde venía esa frase, pero cada vez que la oía, algo dentro de ella temblaba como si fuera verdad.
Cuando bajó del avión, el frío de Manhattan le mordió la piel. Pero dentro de ella había algo más helado: el presentimiento de que el pasado no estaba terminado.
No sabía que en ese mismo momento, en una galería del SoHo, un hombre alzó la vista de un retrato y se quedó inmóvil.
El cuadro mostraba un rostro femenino —ojos oscuros, mirada fuerte, una cicatriz apenas visible en el labio inferior—
Era Amara, sin duda.
Solo que la pintura había sido terminada dos años antes de que ella naciera.
El hombre respiró hondo, desconcertado.
“Otra vez tú…” —susurró.
Su nombre era Elías, un pintor panameño que juró haber soñado con ese rostro toda su vida.
Y aunque ninguno lo sabía todavía, estaban a punto de reencontrarse.
No por primera vez.
Sino por la quinta.