El café de la galería estaba casi vacío. Afuera, la tarde neoyorquina caía entre luces doradas y ruido de tráfico.
Amara no había planeado entrar ahí; solo buscaba refugiarse del viento y un poco de silencio.
Pero el silencio nunca llega donde el destino ya está esperando.
Pidió un té. Mientras esperaba, miró las paredes: retratos, todos de la misma mujer.
Ojos oscuros. Mirada firme. El mismo gesto que ella veía en el espejo cada mañana.
Su cuerpo se tensó.
No podía apartar la vista.
Había algo en esas pinturas que le dolía… como si le recordaran un lugar que nunca visitó, pero donde alguna vez murió.
—¿Te gusta esa obra? —preguntó una voz masculina detrás de ella.
Se giró.
El hombre tenía el cabello algo desordenado, una barba leve y una mirada tranquila, pero intensa.
No era el tipo de mirada de alguien curioso. Era la de alguien que ya la conocía.
—Perdón, ¿usted es el artista? —preguntó Amara, fingiendo serenidad.
—Sí. Elías Montenegro —respondió él, sin apartarle los ojos—. Pero no es eso lo extraño.
—¿Entonces qué es lo extraño? —dijo ella, intentando sonar firme.
Elías sonrió apenas.
—Que juro haberte pintado mucho antes de verte.
Amara se quedó muda. El aire pareció detenerse.
Él caminó hacia el cuadro, el más grande, el central.
Era ella. Mismo rostro. Misma mirada. Misma cicatriz casi invisible en el labio.
Solo que la firma del cuadro tenía fecha: 2012.
Diez años antes.
—¿Cómo… cómo es posible? —susurró Amara.
—No lo sé —respondió él—. Pero cuando te vi entrar, supe que todo lo que soñé tenía sentido.
Ella sintió un temblor en el pecho. No era miedo. Era algo peor: reconocimiento.
Una parte de ella sabía que ya había escuchado esa voz.
Quizá en otra ciudad. Quizá en otro siglo.
Elías dio un paso más cerca.
—Si te dijera que esto no es la primera vez que nos encontramos… ¿me creerías?
Amara sostuvo su mirada.
Y aunque su mente decía que no, su alma, silenciosa y antigua, susurró algo distinto:
“Ya lo sabía.”