Esa noche, Amara no pudo dormir.
Se recostó en la cama de su pequeño apartamento en Manhattan, pero sus ojos permanecían abiertos, mirando el techo, viendo sombras que no estaban.
El recuerdo de la galería la perseguía, la pintura, la carta, la frase en francés. Todo giraba en su mente como un eco que no podía callar.
De repente, el cuarto se volvió más frío, y un destello dorado atravesó su memoria.
Sintió que estaba en otro lugar, en otro tiempo.
Un campo húmedo de Panamá, con aroma a tierra mojada.
Un joven con cabello negro y mirada intensa la esperaba bajo un árbol de mango.
Era él. Era Elías.
—Amara… —dijo, y su voz le atravesó el alma.
—Te conozco… —susurró ella, aunque no sabía cómo.
—Siempre lo hemos sabido —respondió él—. Nuestras almas se recuerdan, incluso cuando los cuerpos olvidan.
Amara cerró los ojos, y las imágenes se hicieron más nítidas:
Calles empedradas, el puerto al fondo, risas que no eran suyas pero le sonaban familiares.
Una casa antigua, donde dos manos se entrelazaban bajo la luz de la tarde, promesas selladas con un beso que nunca debió romperse.
Despertó con el corazón latiendo desbocado.
El reloj marcaba las 3:13 a.m., pero no era la hora lo que la asustaba.
Era la certeza de que no estaba sola en esta vida.
Alguien —o algo— la llamaba desde el pasado.
Al día siguiente, no pudo evitar volver a la galería.
Elías estaba ahí, pintando otra vez.
Sus ojos se encontraron, y en ese instante todo lo que habían sentido antes de conocerse se disparó.
—Tú… —comenzó Amara, pero las palabras se atascaban en su garganta.
—Lo sé —interrumpió él suavemente—. Lo estamos recordando juntos.
Ambos permanecieron en silencio, conscientes de que algo más grande que ellos los movía.
La pintura frente a ellos brillaba con un nuevo matiz.
El lienzo parecía susurrarles:
«L’amour ne meurt pas, il change de visage.»
El amor no muere, solo cambia de rostro.
Ese día, Amara comprendió que su vida en Nueva York solo era una continuación.
Que Panamá no era solo un recuerdo lejano, sino un lugar donde su destino y el de Elías se había escrito hacía siglos.
Y que si no entendían la lección de esa vida pasada, la historia estaba condenada a repetirse… otra vez.