El calor de Panamá era sofocante, incluso en la brisa de la tarde que atravesaba la plaza del pueblo.
Amara no era Amara aún, sino Isabella, una joven de mirada profunda, reservada y elegante, que caminaba por las calles empedradas con la dignidad de quien ha aprendido a ocultar sus heridas.
El mercado estaba lleno de colores, aromas de frutas y especias, y el bullicio de voces que hablaban de guerras lejanas y promesas rotas.
Fue allí donde lo vio por primera vez: un hombre de cabello negro, ojos intensos y porte silencioso, parado frente a un cuadro que él mismo había pintado, aunque nadie más lo supiera.
Su corazón se detuvo.
—¿Quién… quién es usted? —susurró Isabella, aunque no esperaba respuesta.
Él giró lentamente, y sus ojos encontraron los suyos.
—Siempre he esperado este momento —dijo con voz baja y firme—. Aunque no sabía cómo se llamaría ni cuándo aparecería.
El aire pareció vibrar. Una sensación que Isabella nunca había sentido la recorrió: familiaridad absoluta y temor a la vez.
Sabía, sin comprender cómo, que aquel hombre cambiaría el rumbo de su vida.
Los días siguientes se convirtieron en encuentros furtivos: paseos por el muelle, conversaciones entre risas y silencios que hablaban más que palabras.
Pero la felicidad estaba teñida de peligro.
Una sombra del pasado —un conflicto familiar que había separado sus caminos antes de nacer— los acechaba.
Una tarde, mientras el sol se ocultaba, él tomó su mano y dijo:
—Isabella, nuestras almas se han encontrado antes. Lo siento en cada fibra de mi ser.
—¿Antes? —preguntó ella, con el corazón latiendo a mil.
—Sí. En otra vida. Y quizá no tenemos mucho tiempo para entenderlo.
Antes de que pudiera reaccionar, un grupo de hombres irrumpió en la plaza, buscándolo a él.
—¡Es él! —gritaron, señalando a Elías.
Isabella se apartó, temblando, sintiendo que el destino volvía a jugar en su contra.
En un instante de miedo y urgencia, él la tomó del brazo y la llevó a un callejón escondido.
—Prométeme algo —susurró—. Si algo me sucede… recuerda que nos encontraremos otra vez.
Ella asintió, y sus labios se encontraron en un beso lleno de promesas y dolor, como si la eternidad los estuviera observando.
Esa noche, Isabella soñó con Nueva York, con una mujer que parecía ella misma, y un hombre que la miraba con ojos que ya conocía.
Despertó sudando, con la certeza de que cada vida anterior estaba conectada con la actual, y que el ciclo solo podría romperse si el amor sobrevivía al tiempo y al peligro.