La mañana amaneció con un silencio extraño.
Nueva York parecía suspendida, como si el tiempo hubiera contenido el aliento.
Amara despertó en el sofá del estudio de Elías, envuelta en una manta, con el olor de la pintura y su presencia impregnada en el aire.
Por un momento, pensó que todo había sido un sueño.
Pero el sobre seguía ahí, sobre la mesa.
Y la tinta roja… aún fresca.
Elías la observaba desde la ventana.
—No he dejado de pensar en esa frase —dijo sin volverse—. “Si el amor renace, también renace la deuda.”
Amara se levantó despacio, con el corazón acelerado.
—¿Y si esa deuda… somos nosotros mismos?
—O alguien que nunca nos perdonó. —Elías apretó la mandíbula—. Alguien que todavía busca cobrarse lo que pasó hace más de un siglo.
De pronto, el timbre del estudio sonó con violencia.
Elías se tensó.
Amara sintió un escalofrío.
Cuando abrió la puerta, un hombre los observaba desde el umbral.
Alto, de traje oscuro, cabello peinado hacia atrás, y unos ojos grises que parecían conocer cada uno de sus secretos.
—Buenos días, señorita Álvarez. Señor Montenegro.
—¿Nos conocemos? —preguntó Amara.
—No personalmente —respondió el hombre, con una sonrisa apenas contenida—. Pero digamos que… nuestros antepasados sí.
Les entregó una tarjeta sin más:
“Lucien Valdés – Fundación Histórica Panamá Colonial.”
Elías sintió un golpe en el pecho.
Valdés.
El mismo apellido del hombre que, en 1883, los había separado a sangre y fuego.
El mismo que había condenado a Isabella a perderlo todo.
Amara dio un paso atrás.
Lucien la observaba con una calma perturbadora.
—Interesante cómo la historia se repite, ¿no? —dijo él con tono suave—.
Dos almas que se buscan… y un linaje que no olvida.
Elías se acercó, su voz firme pero cargada de tensión.
—¿Qué es lo que quiere?
—Lo que siempre se quiso, Montenegro. Equilibrio.
—¿Equilibrio?
—Cuando tu alma roba lo que no le pertenece, la historia exige devolución.
Los ojos de Lucien se oscurecieron.
Por un instante, Amara sintió algo imposible: una energía helada, densa, que la empujó hacia atrás.
Su visión se nubló, y de pronto, el siglo XIX regresó con fuerza.
Vio el fuego del puerto, el disparo, y al mismo hombre —Lucien Valdés— sosteniendo el arma.
El mismo rostro. La misma mirada.
No era un descendiente.
Era él.
Lucien había sobrevivido al tiempo, igual que ellos.
Pero no por amor.
Por odio.
—Tú… —murmuró Amara, temblando—. No eres de esta época.
—Ni tú, ni él —respondió Lucien, sonriendo con frialdad—. Pero a diferencia de ustedes… yo no vine a buscar amor.
Elías se interpuso entre ellos, su respiración acelerada, la mirada encendida de furia.
—Si crees que voy a dejar que la historia se repita, te equivocas.
—Oh, pero ya comenzó —susurró Lucien, antes de desaparecer en un destello de aire frío.
El silencio volvió a llenar la sala.
Amara cayó de rodillas, con el cuerpo temblando y los recuerdos del pasado invadiéndola como una avalancha.
Elías la sostuvo, y una luz tenue los envolvió.
Era el mismo brillo dorado que había aparecido en sus sueños.
Por un momento, el tiempo se detuvo.
La energía entre ambos ardía, envolviéndolos como si el universo los reconociera.
El amor era real. Pero también el peligro.
—Ahora lo sabemos —dijo Amara, con la voz quebrada—. No somos los únicos que regresamos.
—Entonces tendremos que pelear —respondió Elías, acariciándole el rostro—. Pero esta vez, no solo con el corazón.
Ella asintió, con los ojos brillando.
—Esta vez… juntos hasta el final.
Elías la besó, y el beso fue más que pasión: fue juramento.
Y mientras sus labios se unían, una línea nueva apareció en la carta sobre la mesa, escrita en esa misma tinta viva:
“El amor puede desafiar la muerte…
pero la muerte nunca olvida.“