La noche cayó sobre Manhattan con una densidad que no parecía de este mundo.
Elías y Amara permanecían en el estudio, la carta aún sobre la mesa, la tinta brillando como si respirara.
El silencio pesaba. Afuera, la ciudad rugía… pero dentro, solo existía el pulso entre ellos dos.
—Ya no es solo historia —dijo Amara, mirando por la ventana—. Esto… está vivo.
—Y nos quiere de vuelta —respondió Elías.
Él se acercó y la tomó por la cintura, despacio, sin apartar la mirada.
El contacto fue eléctrico.
Por un segundo, el aire vibró, y los cuadros del estudio comenzaron a moverse.
En cada uno aparecía su rostro —en distintas épocas, distintos siglos— como si el amor estuviera pintado en cada vida.
—¿Lo sientes? —preguntó ella, con un temblor en la voz.
—Sí —susurró él—. Y no pienso perderte otra vez.
El beso fue inevitable.
Esta vez no fue solo pasión: fue energía pura, una corriente que los unió más allá del cuerpo.
Una luz dorada los envolvió, y por un instante vieron fragmentos de sus vidas pasadas:
Francia, 1780. Panamá, 1883. Madrid, 1925. Siempre ellos. Siempre perdiéndose.
De repente, la luz se volvió negra.
El calor se transformó en frío, y la voz de Lucien rompió el aire:
—¿Creyeron que el amor podía romper el ciclo?
Qué ingenuos. El destino no se desafía. Se paga.
El estudio se sacudió.
Las pinturas comenzaron a agrietarse.
Elías la protegió, cubriéndola con su cuerpo.
Amara cerró los ojos… y en un segundo, ya no estaban en Nueva York.
El aire olía a madera vieja, a sal marina, a fuego distante.
La plaza. El mismo muelle.
Habían regresado al siglo XIX.
—¿Qué está pasando? —susurró Amara, temblando.
—Nos arrastró a la memoria —dijo Elías—. A nuestra última noche.
Frente a ellos, Lucien apareció con la misma elegancia fría de siempre, pero con un aura oscura que lo envolvía como humo.
—He esperado más de cien años para esto —dijo con calma—.
Dos almas que rompen las leyes del tiempo merecen castigo.
Elías dio un paso al frente.
—Y tú has esperado un siglo para seguir odiando.
—El odio es más fiel que el amor, Montenegro.
Lucien alzó la mano, y el suelo se quebró bajo ellos.
Amara gritó, y su cuerpo comenzó a brillar.
Una energía dorada —la misma que los había unido en todos los tiempos— brotó desde su pecho.
Elías la sostuvo.
—No lo hagas sola, Amara.
—Esto… esto viene de ti también —dijo ella, entre lágrimas—. Es nuestro amor. Lo que el tiempo no pudo romper.
Ambos entrelazaron sus manos, y la luz los envolvió.
Lucien retrocedió, gritando de rabia mientras el aire se llenaba de un sonido agudo, casi celestial.
El dorado venció al negro.
En un instante, todo desapareció.
Amara despertó jadeando, de vuelta en el estudio.
Elías estaba a su lado, vivo, temblando, cubierto de sudor.
La carta seguía allí, pero ahora estaba en blanco.
—¿Terminó? —preguntó ella, sin aliento.
—No —dijo él, mirando hacia la ventana—. Acabamos de romper el ciclo…
Pero cuando se rompe algo así, siempre hay un precio.
El reloj del estudio marcaba las 3:13 a.m., la misma hora en que todo comenzó.
Y en el reflejo del vidrio, detrás de ellos, la silueta de Lucien se dibujó una vez más…
Sonriendo.
—Nos liberaron —susurró la voz, apenas audible—.
Ahora… el tiempo es mío.