El amanecer entraba por los ventanales del estudio, tiñendo las paredes con tonos dorados.
Elías dormía aún, su respiración pausada, su cuerpo agotado por lo ocurrido.
Amara lo observaba en silencio.
No era solo amor. Era reconocimiento.
Lo había amado como hombre, como alma, como destino… y ahora entendía que amar a alguien en todas las vidas no era un privilegio, sino un peso sagrado.
Se acercó a él y rozó su mejilla con los dedos.
La piel ardía bajo su tacto.
Elías abrió los ojos, lento, con esa mirada que parecía verlo todo y callarlo todo.
—Sigues aquí —dijo él, apenas un suspiro.
—Aunque el tiempo lo intente, sí. —Sonrió débilmente—. Pero algo cambió.
—Lo sé. —Él se incorporó, la tomó de la mano—. Desde anoche, el aire… se siente distinto.
Amara asintió.
Todo parecía normal, pero no lo era.
El reloj no marcaba la hora correcta.
Las luces del estudio parpadeaban de forma irregular.
Y en el reflejo del espejo, por un instante, vio dos versiones de sí misma: la de ahora y la de otra vida.
—Nos dejó una grieta —susurró—. Lucien no desapareció. Abrió un paso entre los tiempos.
Elías se levantó, buscando el sobre, pero la carta había vuelto a escribirse sola.
Esta vez no en tinta roja, sino negra:
“El amor venció al pasado…
pero el pasado no perdona al amor.”
Un escalofrío recorrió el cuerpo de Amara.
Sabía lo que eso significaba: Lucien ya no estaba en otra época.
Estaba aquí.
Horas después, decidieron salir a despejar la mente.
Caminaban por las calles de Brooklyn, el frío los envolvía, y sin embargo, la ciudad se sentía… extraña.
Los relojes de las tiendas marcaban horas diferentes.
Las sombras se alargaban sin razón.
Y en los reflejos de los vidrios, Amara creía ver rostros del pasado.
De pronto, una voz masculina la detuvo:
—No importa cuántas veces se amen. Siempre termina igual.
Elías se giró de inmediato.
Lucien estaba de pie al otro lado de la calle, impecable, como si el tiempo nunca lo hubiera tocado.
Sonreía, tranquilo, como un hombre que ya sabe que ganó.
—¿Qué quieres? —preguntó Amara, su voz temblando de furia.
—Verlos elegir —respondió él—.
Siempre llega el momento donde el amor debe decidir:
¿a quién salva? ¿a su otra mitad… o al mundo?
Un vehículo pasó, y cuando la calle quedó despejada, Lucien había desaparecido.
Solo quedó una pluma negra en el suelo, y el aire impregnado de olor a hierro.
Esa noche, Amara no pudo dormir.
Mientras observaba las luces de la ciudad, recordó algo que su abuela le había dicho de niña en Panamá:
“Algunas almas nacen para encender la historia.
Otras… para probar si la luz puede vencer la sombra.”
Amara comprendió entonces que el amor que compartía con Elías no era solo suyo.
Era una fuerza que desafiaba la estructura del tiempo.
Una llama que podía restaurar el equilibrio… o consumirlo todo.
Cuando volvió al estudio, Elías estaba pintando.
En el lienzo, sin haberlo planeado, aparecía Lucien.
Pero detrás de él, entre la oscuridad, se veía una silueta femenina con alas doradas:
Amara.
—Esto lo estoy pintando sin saber por qué —dijo Elías, sin mirarla—.
Cada trazo… me dice que algo se acerca.
Ella se acercó por detrás, apoyó las manos en sus hombros, y susurró al oído:
—Si el ciclo volvió a empezar… esta vez, lo terminaremos juntos.
Elías cerró los ojos, su respiración se mezcló con la de ella, y por un momento, la pintura comenzó a moverse.
La figura de Lucien sonrió desde el lienzo.
Y su voz, grave y antigua, se escuchó en el aire:
—Entonces prepárense…
porque amar en este ciclo les costará más que la vida.