Esa noche, Nueva York no dormía.
El cielo se veía distinto, como si una grieta invisible lo atravesara.
Elías trabajaba frente al lienzo, pero los colores ya no obedecían.
El pincel se movía solo. La pintura se deslizaba como viva.
Y en cada trazo, la figura de Amara se formaba una y otra vez… como si el arte intentara retenerla.
Amara lo miraba desde la esquina del estudio.
El aire se sentía pesado, cargado de electricidad.
Podía escuchar el tic-tac de los relojes, todos marcando 3:13 a.m. —la hora del ciclo.
Su respiración se entrecortó.
Una presencia familiar la envolvió.
—Elías… —susurró—. Está aquí otra vez.
Elías se giró, y el espejo del estudio se quebró sin que nadie lo tocara.
La luz titiló.
Y entre los fragmentos de vidrio, apareció Lucien.
No como un reflejo, sino como una sombra tangible, emergiendo del otro lado del tiempo.
—Les di siglos para aprender —dijo con voz calmada—.
Pero el amor de ustedes sigue desafiando el equilibrio.
Y cada desafío… tiene un costo.
Elías se interpuso frente a Amara.
—No tienes poder sobre nosotros.
Lucien sonrió.
—¿No?
Entonces, dime… ¿por qué cada vida termina igual?
El suelo del estudio se fracturó, y en un instante, el entorno cambió.
Las luces de Manhattan desaparecieron, reemplazadas por un espacio inmenso, sin horizonte:
un limbo entre tiempos.
Las paredes respiraban, los relojes flotaban, las voces del pasado resonaban como un coro de ecos.
Amara se aferró a Elías.
—No lo escuches —dijo—. Esto es su juego.
—No puede romper lo que somos —respondió él, mirándola con una calma que dolía.
Lucien extendió la mano, y las memorias comenzaron a materializarse:
Isabella ardiendo en el fuego del puerto.
Elías cayendo herido.
El mismo beso repetido antes de morir.
—Cada vez que se aman, alguien paga —susurró Lucien—.
¿Creen que esta será diferente?
Amara gritó, negando, pero la escena cambió de nuevo:
Esta vez era ella, en el presente, sola frente al cuerpo sin vida de Elías.
Su alma tembló.
El miedo la quebró.
—Basta —dijo Elías con voz de trueno—. No volverás a usar su miedo.
El aire explotó en luz.
Elías envolvió a Amara entre sus brazos, y su cuerpo comenzó a brillar.
Era la misma energía dorada, pero más intensa, más viva, casi divina.
—Esto no es poder —gritó Lucien—. Es condena.
—No —respondió Amara—. Es memoria.
Elías la besó.
Y el beso fue una llamarada.
La luz dorada se expandió como una ola, quemando la sombra de Lucien hasta hacerla desaparecer entre gritos que no pertenecían a este mundo.
Todo se detuvo.
El silencio fue absoluto.
Cuando Amara abrió los ojos, estaban en el estudio.
La pintura había cambiado: ya no mostraba sombras, ni dolor.
Solo a ellos dos, en paz, bajo un cielo que parecía eterno.
—¿Terminó? —susurró ella.
Elías la miró, acariciándole el rostro con ternura.
—No lo sé. Pero si el tiempo intenta separarnos otra vez…
lo enfrentaremos juntos. Hasta que el amor lo aprenda todo.
Amara sonrió, con lágrimas brillando.
—Hasta que el amor lo aprenda todo —repitió.
Pero en el reflejo del vidrio, una sombra fugaz cruzó el fondo del estudio.
Una voz casi inaudible murmuró:
“El amor vence…
pero el tiempo aún no ha perdonado.“