El eco de las almas

Donde el tiempo se rinde

La ciudad despertaba bajo una neblina suave.

Elías caminaba por el puente de Brooklyn con la mirada perdida en el horizonte.

Llevaba el cuaderno en el que había pintado cada fragmento de su historia con Amara.

Sabía que esa mañana no sería una más.

El aire olía distinto, como antes de una tormenta… o de una revelación.

Amara lo esperaba en la otra orilla.

Vestía de blanco, el cabello suelto, la misma mirada que lo había perseguido a través de los siglos.

El mundo parecía en pausa.

Solo existían ellos dos.

—Lucien ya no está —dijo ella, sin apartar la vista del río—.

Pero dejó abierta la puerta.

Una parte de mí sigue allá, en el fuego, atrapada.

Elías se acercó, tomó su rostro con ambas manos.

—Entonces iremos juntos.

Esta vez no habrá sacrificio.

Solo verdad.

Amara lo miró con los ojos llenos de amor y resignación.

—¿Y si no regresamos?

—El tiempo puede olvidarnos —susurró él—. Pero el alma no.

El silencio fue absoluto.

El cielo comenzó a temblar.

Un resplandor dorado descendió sobre el agua, abriéndose como un portal líquido.

El mismo tono de luz que los había unido en cada vida.

Amara lo comprendió:

era la grieta final, el punto donde el pasado y el presente se fundían.

Tomó la mano de Elías, y juntos avanzaron hacia la orilla.

El agua se iluminó bajo sus pies.

El puente, las luces, los sonidos… todo desapareció.

De pronto estaban otra vez en Panamá, siglo XIX, en la misma calle del puerto, el mismo instante del incendio.

Pero esta vez, todo era distinto:

no había fuego, ni miedo, ni huida.

Solo un resplandor que purificaba cada sombra del recuerdo.

Lucien apareció frente a ellos, ya sin ira ni poder.

Su rostro reflejaba cansancio, humanidad.

—No lo entienden… —dijo con voz quebrada—. Yo solo quise recordar también.

Nadie ama sin desear otra oportunidad.

Amara dio un paso al frente.

—Entonces míranos, Lucien.

Aquí está la lección: el amor no se repite para poseer, sino para liberar.

Lucien cerró los ojos.

Y al hacerlo, su figura se deshizo en luz, como un suspiro que por fin encontró paz.

El mundo se detuvo.

Elías miró a Amara.

—Se acabó.

—No —dijo ella—. Ahora empieza.

El resplandor los envolvió por completo.

Por un instante, fueron uno solo:

dos almas unidas en una corriente de energía tan pura que el tiempo se rindió.

Y cuando el amanecer tocó el río Hudson, en Nueva York, los dos estaban de vuelta.

De pie sobre el mismo puente.

Elías tenía el cuaderno en las manos, y en la última página había un dibujo nuevo:

Amara y él, de espaldas al fuego, mirando un amanecer dorado.

—¿Lo ves? —dijo ella, sonriendo—. Al final, el amor sí aprendió.

—Sí… —susurró él, abrazándola—. Aprendió a quedarse.

El viento sopló, llevando consigo una pluma dorada que cayó lentamente al suelo.

Elías la tomó, y escribió bajo el dibujo:

“Donde el tiempo se rinde, el amor empieza a existir de verdad.”

Amara apoyó su cabeza en su pecho, y juntos observaron cómo la ciudad despertaba.

Nadie sabía lo que habían hecho, ni lo que habían vencido.

Pero el mundo respiraba distinto.

Más vivo.

Más en paz.

El ciclo había terminado.

Y en algún rincón de la eternidad, una voz femenina —la de Amara del pasado— susurró entre ecos:

“Esta vez, sí nos recordará la luz.“



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En el texto hay: fantacia, temas variados, persojanes

Editado: 29.10.2025

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