Panamá, tres años después.
La lluvia caía suave sobre el techo de la casa donde Amara y Elías habían decidido vivir lejos del ruido del mundo.
El taller de ella se llenaba de aroma a madera húmeda y café recién hecho.
Todo era paz.
Todo parecía en su lugar.
Elías leía en silencio junto a la ventana, mientras Amara pintaba sobre un lienzo en blanco.
Su trazo era libre, luminoso… pero aquella mañana, la mano le tembló.
El pincel se deslizó y la pintura dorada formó, sin intención, una silueta que no era la suya ni la de Elías.
Una figura joven.
Ojos cerrados.
Una expresión serena, como quien duerme… esperando ser recordado.
—¿Qué pintas? —preguntó Elías, sin levantar la vista.
—No lo sé —dijo ella, con voz baja—.
Solo siento… que alguien quiere despertar.
Él se acercó.
Y cuando miró el cuadro, una brisa helada recorrió el taller.
La pintura brilló un instante, apenas un segundo.
Amara sonrió con dulzura.
—Tal vez el eco no terminó.
—Tal vez nunca deba hacerlo —respondió él.
Afuera, entre las montañas, un trueno lejano resonó.
Y en el horizonte, fugaz como un suspiro, una pluma dorada cayó del cielo y desapareció entre la lluvia.