La vida en Oakhaven, antes del gran silencio, era una sinfonía de ritmos predecibles, un ballet coreografiado por el inquebrantable tic-tac de su corazón mecánico: la torre del reloj. Y Elara, con su melena color caoba siempre recogida en una trenza funcional y sus dedos manchados de grasa y promesas de metal, era su más devota intérprete. Había heredado la custodia de aquel gigante de piedra y engranajes como se hereda un nombre, una deuda, un destino ineludible. Desde la ventana de su taller, situada en la parte más alta de la torre, observaba el pueblo, un mosaico de tejados de pizarra y chimeneas humeantes, extendiéndose a los pies de su dominio. Oakhaven, un nombre que evocaba robles centenarios y susurros de historia, no era solo su hogar; era la extensión de su alma solitaria, una madeja de hilos invisibles que la ataban a cada casa, cada callejón, cada alma que habitaba bajo la sombra de la aguja del reloj.
El taller de Elara era un santuario de tiempo, una biblioteca de momentos encapsulados en la complejidad de los relojes. Paredes forradas con estanterías atestadas de herramientas de precisión, lupas, tornillos diminutos, resortes curvados como serpientes dormidas. El aroma a aceite lubricante, metal viejo y café recién hecho se mezclaba en una fragancia que solo ella apreciaba. Era un caos ordenado, un reflejo de su mente, que veía patrones y soluciones donde otros solo percibían intrincadas marañas. Solía pasar horas, días enteros, inmersa en la reparación de un reloj de bolsillo descompuesto, en la meticulosa limpieza de un mecanismo antiguo, en la pura meditación que ofrecía la danza hipnótica de los engranajes. No buscaba compañía; el tiempo era su único confidente, y los relojes, sus silenciosos narradores.
Hoy, sin embargo, el silencio que Elara tanto apreciaba era diferente. No era el silencio de la concentración, sino uno más denso, más pesado, un silencio que vibraba con la ausencia. Llevaba dos días. Cuarenta y ocho horas desde la última campanada. Las manecillas del gran reloj de Oakhaven, ese centinela de piedra que había marcado el pulso del pueblo durante trescientos años, se habían detenido a las 11:17 de la noche del martes. Inmóviles. Estáticas. Como si el tiempo mismo hubiera decidido tomarse un descanso.
Elara recordaba el momento exacto. Estaba terminando de pulir los engranajes de un antiguo reloj de cuco, uno que había pertenecido a su abuela, cuando un escalofrío le recorrió la espalda. No era frío, sino una sensación de vacío, de algo que se desprendía. Al principio, lo atribuyó al cansancio. Pero luego, el silencio. Primero, un murmullo de incredulidad en las calles. Después, una confusión creciente. Y finalmente, una certeza helada: el reloj se había detenido. No era una simple avería. Era… algo más.
Se había apresurado a subir las escaleras caracol hasta la cámara de las campanas, su corazón latiendo al unísono con el eco de sus pasos. El aire allí arriba era diferente, más denso, cargado de la memoria del metal y la madera. La campana más grande, "La Voz de Oakhaven", estaba inmóvil. Su superficie de bronce, antes vibrante de sonido, reflejaba la luz de su linterna con una frialdad espectral. Tocó el metal, esperando sentir alguna resonancia, alguna vibración latente. Nada. Era como si el sonido hubiera sido arrancado de su esencia.
Desde la primera noche, Elara había trabajado sin descanso, impulsada por una mezcla de deber y una creciente inquietud. No era la primera vez que el reloj se estropeaba, por supuesto. Había habido tormentas, pequeños fallos mecánicos, incluso un rayo directo que, años atrás, había requerido semanas de su meticuloso trabajo. Pero esta vez era diferente. No había fallos visibles. Los engranajes estaban intactos, los pesos suspendidos, las cuerdas firmes. Era como si el tiempo se hubiera desenganchado de su propia maquinaria.
Bajó del taller, la linterna en mano, la luz danzando sobre los escalones gastados por el paso de generaciones de relojeros. Las paredes de piedra, gruesas y frías, parecían susurrarle historias antiguas. Oakhaven no era un pueblo cualquiera. Sus cimientos se remontaban a la época medieval, y la torre, aunque reconstruida y modernizada varias veces, conservaba el alma de su origen. Era más que una estructura; era un guardián, un testigo silencioso de la vida y la muerte, las alegrías y las penas del pueblo.
Al llegar a la base de la torre, a la pequeña plaza que servía como corazón del pueblo, Elara se encontró con el murmullo de las voces. La gente del pueblo, que hasta entonces la había visto como una figura excéntrica, una sombra en la torre, comenzó a mirarla con una mezcla de desconfianza y resentimiento.
"¿Qué pasa con el reloj, Elara?" la señora Gable, la panadera, preguntó con un tono más parecido a una acusación que a una pregunta. Sus brazos fornidos, cubiertos de harina, estaban cruzados sobre su pecho. "Mi pan se está quemando, ¿cómo voy a saber cuándo sacarlo?"
Elara frunció el ceño. "Estoy trabajando en ello, señora Gable. No es tan simple como parece."
"¡No es simple! ¡Lleva dos días! ¿Acaso no es tu trabajo?" intervino el señor Henderson, el tendero, un hombre corpulento y pelirrojo con la cara siempre enrojecida. "Siempre estás ahí arriba, en tu torre, con tus... cosas. ¿No puedes simplemente arreglarlo?"
Elara sintió una punzada de frustración. ¿Sus "cosas"? Para ella, los mecanismos del tiempo eran poesía, la danza de la precisión. Para ellos, era solo una máquina, una que ahora había fallado bajo su guardia.
"No es un resorte roto, si eso es lo que preguntan," respondió Elara, su voz baja pero firme. "No hay una explicación obvia. El reloj… simplemente se detuvo."
Un murmullo de desaprobación recorrió la pequeña multitud. Elara era una extraña para ellos, a pesar de haber nacido y crecido en Oakhaven. Su devoción a la torre y su aparente falta de interés en la vida social del pueblo la habían convertido en una figura solitaria, alguien a quien admirar en la distancia, pero a quien no se le permitía entrar en el círculo cercano.