El aire en Oakhaven se había vuelto denso con la desconfianza. El silencio del reloj no era solo una ausencia de sonido, sino un vacío que la gente del pueblo llenaba con susurros, acusaciones y un miedo latente al cambio. Las miradas que Elara recibía en la plaza, en el mercado, en cada rincón del pueblo, habían pasado del escepticismo a la hostilidad. Ahora, con el alcalde Thorne ganando terreno en su plan de demoler la torre, el tiempo de Elara y Leo se agotaba. Sentados en el taller, con el diario de Silas Croft abierto sobre la mesa, la tarea que tenían por delante se sentía abrumadora.
"La antigua gruta del guardián," susurró Leo, su dedo rastreando las palabras en la frágil página de pergamino. "Silas la menciona varias veces. Dice que es el lugar donde los fundadores de Oakhaven se reunían, mucho antes de que se construyera la torre. Es un punto de confluencia, un lugar donde el tiempo se dobla sobre sí mismo."
Elara frunció el ceño. "He oído leyendas sobre una gruta en la base de la colina, cerca del río. Los niños solían decir que era el hogar de un fantasma. Pero nunca creí en esas historias. Es solo una cueva antigua y oscura."
"Las leyendas siempre tienen una pizca de verdad," respondió Leo, sus ojos brillando con emoción. "Elara, tu bisabuelo no era solo un relojero. Era un guardián. No guardaba solo el tiempo, sino también la historia. El diario es una prueba de ello. Si la Armonía es real, la gruta debe ser el lugar donde el primer instrumento fue escondido."
Prepararon sus mochilas. Una linterna, un mapa antiguo de Oakhaven que Leo había traído consigo, y una brújula. Elara añadió un juego de ganzúas de precisión y una cuerda de escalada, por si acaso. El viaje a la gruta del guardián era un viaje a lo desconocido, a un pasado que se había negado a ser olvidado. Se vistieron con ropa de campo, adecuada para el terreno rocoso que los esperaba en las afueras del pueblo. La luna se había elevado, y su luz plateada pintaba el paisaje con un brillo etéreo.
"Vamos," dijo Elara, la determinación endureciéndole el rostro.
Salieron de la torre bajo el manto de la noche. Se movían como sombras, evitando las calles principales para no ser vistos. El pueblo dormía, pero Elara sentía la presencia de sus vecinos. Sentía sus ojos en la torre, un peso invisible que la hacía sentirse expuesta.
Avanzaron por senderos estrechos y poco transitados, el crujido de las hojas bajo sus botas el único sonido que rompía el silencio. A medida que se alejaban del centro de Oakhaven, la sensación de ser observados se desvaneció, reemplazada por la inmensidad de la naturaleza. Los árboles centenarios, los mismos que habían dado su nombre al pueblo, se alzaban como gigantes silenciosos. El aire olía a tierra húmeda y a hierba fresca.
"¿Estás segura de que es por aquí?" preguntó Leo, consultando su mapa a la luz de la linterna. "Silas no fue muy específico en sus descripciones."
"Confío en mis instintos," respondió Elara. "La gruta que mencionan las leyendas está al pie de la colina, cerca de la orilla del río. Es un lugar apartado, difícil de encontrar si no se conoce el camino."
Pronto, llegaron al río. El agua fluía con un murmullo constante, su superficie oscura reflejando el cielo nocturno. Elara encendió su linterna y la dirigió hacia la orilla opuesta. Allí, oculta por una cascada de hiedra y matorrales, había una pequeña abertura en la pared de roca, casi invisible a simple vista.
"Ahí está," dijo Elara.
Cruzaron el río por un estrecho puente de piedra, tan antiguo que parecía fundirse con el paisaje. Una vez al otro lado, Elara apartó la hiedra, revelando la entrada de la gruta. El aire que salía de ella era frío y húmedo, con un olor a musgo y piedra milenaria.
"Lista para ser una aventurera?" bromeó Leo, sus ojos brillando en la oscuridad.
Elara sonrió. "Nací para esto."
Entraron en la gruta. El rayo de la linterna de Leo danzaba sobre las paredes de roca, iluminando formaciones de estalactitas y estalagmitas que parecían esculturas vivas. El interior era más grande de lo que Elara había imaginado, con un techo alto y un suelo irregular.
"Mira esto," dijo Leo, su voz resonando en la cueva. La luz de su linterna se posó en un muro de roca lisa. Tallado en la superficie, había un relieve. Era un mapa, pero no un mapa de carreteras. Era un mapa de la "Armonía," un mapa de la energía de la tierra. Un río de líneas curvas serpenteaba por la piedra, con pequeños círculos marcando puntos específicos. Uno de los círculos estaba iluminado por un tenue resplandor azul, un brillo que parecía emanar de la propia piedra.
"Silas lo dejó para nosotros," susurró Elara, su aliento condensándose en el aire frío. "Esto es lo que él quería que encontráramos. Los grabados en la torre eran la primera pieza del rompecabezas. Este mapa es la segunda."
Elara se acercó al mapa. El resplandor azul parecía llamar su atención. Siguió la línea del río con sus dedos, sintiendo la energía de la piedra. El punto de origen del resplandor era una pequeña cavidad en la pared de la gruta, oculta detrás de un bloque de piedra cubierto de musgo.
Juntos, Elara y Leo empujaron el bloque de piedra. Era pesado, pero con la fuerza de la desesperación, lograron moverlo, revelando una pequeña cámara oculta. El interior estaba bañado por una luz suave, casi mágica, que parecía emanar de un objeto en el centro de la cámara. Era una caja de madera, tallada con los mismos símbolos de la torre. La misma campana alada.
Elara se arrodilló, su corazón latiendo con fuerza. Abrió la caja. Dentro, envuelto en un paño de seda, había un pequeño instrumento musical. Era un silbato, pero no uno común y corriente. Estaba tallado en una piedra oscura y pulida, con un brillo iridiscente. Al soplar, un sonido suave y melódico llenó la gruta, un sonido que parecía resonar con la vibración de la tierra misma.
"Es la flauta de la tierra," susurró Leo, sus ojos brillando con asombro. "Silas la describió en el diario. Decía que era el primer instrumento de la Armonía, el que conectaba al pueblo con la tierra que los sostenía."