El eco de las sombras

Capítulo 2: Primeros encuentros

El sol apenas había comenzado a despuntar cuando Marcos abrió los ojos. La luz tenue de la mañana se colaba por las cortinas de su habitación, pero la oscuridad de la noche anterior aún pesaba sobre él. Había dormido mal, dando vueltas en la cama mientras fragmentos de sueños confusos lo envolvían: sombras que caminaban en silencio, susurros lejanos y la imagen constante de aquella anciana, observándolo desde el umbral de la iglesia.

Se levantó con la sensación de que algo en el aire seguía incomodándolo. "Un lugar tan tranquilo no debería sentirse así", pensó mientras se vestía. Todo parecía estar en su lugar, pero la sensación de que no estaba solo, de que algo invisible lo observaba desde cada rincón, lo seguía acompañando. Mientras descendía las escaleras de la posada, fue recibido nuevamente por la campanilla que tintineó cuando abrió la puerta del comedor.

La misma mujer de la noche anterior estaba allí, sonriéndole con una amabilidad que ahora le parecía un poco exagerada.

—¿Durmió bien, señor? —preguntó, mientras colocaba una bandeja con pan recién horneado y café sobre una mesa junto a la ventana.

Marcos asintió, aunque la verdad era lo contrario.

—Bien, gracias. Este lugar... es muy tranquilo —respondió con un tono que pretendía ser neutral, aunque notaba la leve incomodidad que se escondía detrás de sus palabras.

La mujer le devolvió una sonrisa amplia, que de nuevo le pareció extrañamente practicada.

—Lo es, sí. Aquí no hay prisas, ni preocupaciones. Solo paz —dijo, repitiendo una frase que parecía salida de un folleto turístico. Sus ojos brillaban de una forma que a Marcos no le gustó. Había algo demasiado ensayado en su manera de hablar.

El silencio entre ellos creció, mientras él comía en medio de una incomodidad sutil. Decidió cambiar de tema.

—Anoche vi a varias personas caminando hacia la iglesia. ¿Hay algún tipo de celebración especial?

La sonrisa de la mujer se tensó levemente, pero fue un cambio tan rápido que podría haber pasado desapercibido. Se secó las manos en el delantal antes de responder.

—Oh, sí. De vez en cuando celebramos... pequeñas reuniones comunitarias —dijo, eligiendo cuidadosamente sus palabras—. El padre Sebastián siempre encuentra una manera de reunirnos, es alguien muy querido por todos.

Marcos frunció el ceño.

—¿Sebastián? No recuerdo haberlo visto anoche.

La mujer se encogió de hombros con suavidad, como si no tuviera importancia.

—Seguramente lo conocerá pronto. Santa Lucía es pequeña, después de todo.

Había algo en su tono que le resultaba extraño, como si aquella conversación estuviera siendo monitoreada por una presencia invisible. Terminó su café y se levantó para salir al aire libre, tratando de sacudirse la sensación de incomodidad que lo rodeaba.

Afuera, el pueblo ya estaba despierto. A lo lejos, pudo ver a varios vecinos caminando lentamente por las calles. La plaza central estaba desierta, salvo por una figura que se movía cerca de la fuente. Marcos caminó hacia allí, tratando de acostumbrarse a la calma abrumadora de Santa Lucía.

La figura junto a la fuente era un hombre de aspecto amable, de unos cuarenta años, que parecía estar limpiando las hojas caídas que el viento había esparcido por el lugar. Al escuchar los pasos de Marcos, levantó la vista y le dedicó una sonrisa relajada.

—Buenos días —dijo el hombre, deteniéndose para apoyarse en el rastrillo—. No lo había visto antes. ¿Es nuevo en Santa Lucía?

—Sí —respondió Marcos, acercándose—. Llegué anoche. Me estoy quedando en la posada. Es... un pueblo muy tranquilo.

El hombre asintió, pero había una sombra de algo en su mirada, algo que no coincidía del todo con la tranquilidad que intentaba proyectar.

—Sí, aquí todo es paz y armonía. —Hubo un pequeño silencio, incómodo—. Yo soy Álvaro, por cierto.

Marcos se presentó con un apretón de manos.

—Álvaro, dime —preguntó Marcos, buscando respuestas—, anoche vi a varias personas dirigiéndose a la iglesia. Parecían... no sé, como si estuvieran en una procesión. ¿Es algo habitual?

Álvaro bajó la mirada por un instante, antes de volver a fijarla en Marcos.

—Oh, sí, de vez en cuando hacemos esas reuniones —dijo con un tono de voz bajo, como si no quisiera que otros lo escucharan—. Es... una tradición. Algo que se ha hecho durante generaciones. Aquí todos somos parte de lo mismo. —La última frase fue dicha de una manera extrañamente solemne, como si llevara más peso del que debería.

Marcos frunció el ceño, sin saber cómo interpretar esas palabras.

—¿Parte de qué?

Álvaro esbozó una sonrisa tensa, desviando la mirada hacia la iglesia que se alzaba en la distancia.

—Bueno, de la comunidad, claro. Aquí todos estamos conectados, de alguna manera.

El vago comentario no hizo más que incrementar la sensación de que algo estaba profundamente mal en Santa Lucía. Marcos observó a Álvaro por un momento, tratando de leer entre líneas. Había algo en su manera de hablar, un miedo sutil que trataba de disimular bajo su amable fachada.

—¿Y el padre Sebastián? —preguntó Marcos, recordando lo que la mujer de la posada le había dicho.




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